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San Francisco, pasión urbana en la costa oeste

Vuelos desde 350 euros acortan la distancia al Golden Gate

Despertar sin apenas fatiga un poco antes del amanecer, cuando aún hay una oscuridad cerrada alrededor de la ventanilla del avión y la ciudad abajo es un legendario destino con luces diminutas temblando en las laderas de las colinas. Hay lugares en los que uno entra por primera vez y a los que, sin embargo, tiene la sensación de haber llegado ya hace tiempo por mediación de algún sueño. Recuerdo vagamente 'una carretera plateada y polvorienta entre los árboles... y al fondo, muy lejos, junto a las estrellas, más allá de la pradera de Iowa y de las llanuras de Nebraska', la primera visión de Kerouac sobre San Francisco 'como una joya en la noche'. Iba recordando y mirando al mismo tiempo la abultada comba de tierra inclinada bajo el fuselaje. Luego el cielo se volvió incoloro para recibir el primer reflejo palidísimo de la madrugada (claridad californiana que abre el corazón) y unas nubes veloces cubrieron los últimos pisos de los rascacielos antes de aterrizar.

Llegué a San Francisco para dar una conferencia en la Universidad Interestatal con el sugestivo epígrafe de Navegar una novela. En los pasillos de todos los aeropuertos del mundo hay una opacidad gris y vigilada que se parece al desencanto que la luz diurna arroja sobre la fascinación de la noche: policías armados custodiando las entradas y las salidas, mirando de arriba abajo a los escasísimos viajeros que han logrado vencer el miedo a volar, sombras en tránsito que se miran con recelo unas a otras como si trataran de descubrir algún signo oculto de integrismo en el comportamiento ajeno. Parece que la guerra no fuera más que eso, una desconfianza absoluta y mortal. Pero allí, apoyado contra el mostrador de America West, estaba el profesor del departamento de español, Eddie Williams, sonriente, con el periódico bajo el brazo, estableciendo alrededor de su presencia un espacio cálido y hospitalario en aquel desierto de linóleum.

A veces me ocurre que las sensaciones de los viajes se agregan a mis sueños como las imágenes de una película que estuviera siguiendo mientras dormía. No sé cuánto tiempo pasé en San Francisco, una semana, diez días... Creo que vi la pirámide de la Transamérica sumergida en la bruma, oscilando dentro de ella, con el vértice de un gran triángulo isósceles brillando encima como la cresta de una arquitectura imposible. Me parece haber vislumbrado un carguero cruzando las aguas gris-plata de la bahía mientras en la radio del coche sonaba una canción de Aretha Franklyn. Tengo la impresión de haber caminado mucho tiempo por calles empinadas con los cables de los tranvías envueltos en niebla y de haber entrado en un café llamado La Bohème donde alguién me habló de España y de la Residencia de Estudiantes. Pero, no sé, tal vez lo soñé. En el sueño también había un vagabundo negro, muy alto, con una zamarra de cuadros, que nos pidió unos centavos en la esquina de la Calle 16. Lloviznaba.

El estilo inconfundible que caracteriza a algunas ciudades es en el fondo, si se piensa, un estilo de vida. No algo demasiado concreto, sino la invención de una posibilidad vital, de un modo de existencia que colma la imaginación de promesas. Creo recordar que atravesamos un barrio lleno de voces hispanas que salían de todos los portales. Me parece haber visto una escuela en la Mission con muros blancos de adobe y arcos coloniales, y recuerdo el intenso sabor a infierno en la mirada de un tendero sexagenario mientras atendía a una muchacha brasileña de no más de veinte años. En el Golden Gate Park las rachas de viento gélido y el olor a bosque y a grumos de hojas empapadas me hicieron pensar tiritando en la famosa sentencia de Mark Twain: 'El invierno más frío de mi vida fue un verano en San Francisco'. Había un mural a la entrada de la estación Bart, creo que en el cruce entre la 24 y Van Ness, titulado Golden Dream of the New World. Recuerdo la visión en fuga de los ladrillos rojos del edificio del Southern Pacific entre rascacielos de acero durante un trayecto en taxi, y recuerdo a un músico muy rubio que tocaba el violín sobre un trono de bidones oxidados. La vida cotidiana segregando poesía como la araña segrega el hilo que la sostiene en el aire. Y tampoco podré olvidar nunca el Hip y las expresiones en jerga y los bares de North Beach y el modo de caminar de las parejas poniendo la mano en las nalgas por calles en cuesta hermosísimas y tristísimas que se iban quedando vacías de madrugada con chapas de botes de cerveza por el suelo.

Jack London

Pero hay algo más que no sé bien cómo explicar, quizá se trate de una especie de amenaza que le concede a la ciudad una belleza irreparable. 'San Francisco ya no existe', escribió Jack London tras el terremoto de 1906. 'Por muy asombroso que pueda parecer, aquella noche de miércoles, cuando toda la ciudad se hundía y se convertía en ruinas, fue una noche tranquila... Durante todas esas terribles horas, mientras avanzaban las llamas, no vi llorar a una sola mujer, ni a un hombre abatirse, no vi a nadie presa del pánico...'. Eso es justamente lo que ha debido quedar sobreimpresionado en el tejido urbano como un aura muy evanescente, pero trazada al mismo tiempo con eje de acero, igual que esos abismos de intimidad arrasada en los que creemos que sólo quedan ruinas y a los que, sin embargo, milagrosamente, vemos reconstruirse cada día desde la nada. Aquí radica el verdadero magma de una ciudad, en las brechas y en los boquetes y en las entrañas ardiendo...

Cualquier ciudad que se precie cuenta por lo menos con dos estratos de habitabilidad: uno real muy pronunciado y otro imaginario. Entre ellos fluyen las vidas cruzadas de la gente y sus sueños. En San Francisco ambos espacios están comunicados a través de un plano de inclinación máxima y uno nunca sabe exactamente en qué punto se encuentra. Así es que la niebla fue extendiéndose poco a poco hasta el pie de los rascacielos del Financial District. Creo que me perdí por un laberinto de callejuelas. Alguien pronunció entonces la palabra Chinatown y por un momento me pareció ver los rostros de Jack Nicholson y Faye Dunaway conduciendo desesperadamente a través de todos aquellos bazares, bajo las marquesinas de las pagodas, entre las fachadas de colores, y los dragones rojos y los faroles encendidos en pleno día... La mayor ciudad china fuera de Asia. No sé cuánto tiempo pasó, estaba aún bajo el efecto del jet-lag, cuando de pronto me encontré en un salón de actos inmenso hablando de un tipo llamado Corto Maltés, al que, por cierto, nadie conocía por allí, y de tipos que iban tras una ballena blanca y de otros que buscaban a un tal Kurtz. ¿Cómo será eso de navegar una novela?

Rascacielos

Salí de nuevo a la mañana flanqueada por la altura protectora de Eddie Williams que a cada momento me mostraba alguna perspectiva insólita: el perfil de los rascacielos desde la colina de Pacific Heights, los tirantes rojos del Golden Gate por encima de la neblina y, brillando dentro de ella, como fantasmas, las sirenas azules de la policía; el arco de la bahía coronada por un cielo cóncavo lleno de limaduras de oro. La luz era muy hermosa, con esa belleza difícil de Finisterre que sólo tienen las ciudades del Oeste.

En el barrio del Castro vimos detenerse una ambulancia ante la escalinata de una mansión victoriana. 'El amor que no osa decir su nombre' tiene su corazón aquí, en las llamadas cuatro esquinas más gay del mundo entre Twin Peaks y la Misión Dolores. Desde que en 1981 el sida empezó a cobrarse las primeras víctimas, no pasa un solo día sin que en algún lugar se recuerde a los amigos que ya no están. Un viernes nos enteramos de la muerte de Ken Kesey por el San Francisco Chronicle, y a la mañana siguiente encontré a Eddie leyendo la primera edición de Alguien voló sobre el nido del cuco junto a una cafetera humeante. Cada uno tiene su manera de no enterrar a los muertos. Fue un desayuno en San Anselmo con ciervos y lluvia en la ventana, en el que también hablamos de los beatniks y de los años del flower power, y de las revueltas estudiantiles en Berkeley, y de la guerra de Vietnam, y de esta guerra de ahora. Ha pasado tanto tiempo que de pronto las coordenadas temporales se confunden en mi memoria y todo el periplo me parece una epifanía tan fugaz como la imaginación: la noche en Inverness, el otoño en los bosques de las Marin Headlands con un jersey prestado; conversaciones en los pasillos de la Universidad; la exposición de fotografía de Ansel Adams un domingo en el MOMA; una cena con amigos en la que acabamos a las dos de la madrugada viendo Belle époque con subtítulos en inglés en una habitación con una claraboya en el techo mientras afuera diluviaba... Hay viajes que no tienen cronología ni estados intermedios, y de ellos nos queda, como de algunos cuerpos que hemos amado intensamente, la sensación de haber sido dueños de un espejismo que se manifestó en el pasado.

A punto de irme o de recobrar la consciencia, en una pista situada a menos de 50 metros del océano Pacífico, pensé en las palabras de Kerouac: 'Dentro de una hora la niebla llegaría al Golden Gate y envolvería de blanco la ciudad romántica, y un muchacho llevando a una chica de la mano subiría lentamente por una de sus largas y blancas aceras con una botella de Tokay en el bolsillo. Eso era Frisco; y mujeres muy bellas esperando a sus hombres en los portales; y la torre Coit, y el embarcadero...'. Apoyé la cabeza contra el respaldo del asiento -el avión iba casi vacío-, cerré los ojos y convoqué a un fantasma de ojos azules y voz muy honda que una vez me prometió tomarse conmigo el último whisky en las nubes. Y después sí. Después dije adiós a San Francisco.Despertar sin apenas fatiga un poco antes del amanecer, cuando aún hay una oscuridad cerrada alrededor de la ventanilla del avión y la ciudad abajo es un legendario destino con luces diminutas temblando en las laderas de las colinas. Hay lugares en los que uno entra por primera vez y a los que, sin embargo, tiene la sensación de haber llegado ya hace tiempo por mediación de algún sueño. Recuerdo vagamente 'una carretera plateada y polvorienta entre los árboles... y al fondo, muy lejos, junto a las estrellas, más allá de la pradera de Iowa y de las llanuras de Nebraska', la primera visión de Kerouac sobre San Francisco 'como una joya en la noche'. Iba recordando y mirando al mismo tiempo la abultada comba de tierra inclinada bajo el fuselaje. Luego el cielo se volvió incoloro para recibir el primer reflejo palidísimo de la madrugada (claridad californiana que abre el corazón) y unas nubes veloces cubrieron los últimos pisos de los rascacielos antes de aterrizar.

Llegué a San Francisco para dar una conferencia en la Universidad Interestatal con el sugestivo epígrafe de Navegar una novela. En los pasillos de todos los aeropuertos del mundo hay una opacidad gris y vigilada que se parece al desencanto que la luz diurna arroja sobre la fascinación de la noche: policías armados custodiando las entradas y las salidas, mirando de arriba abajo a los escasísimos viajeros que han logrado vencer el miedo a volar, sombras en tránsito que se miran con recelo unas a otras como si trataran de descubrir algún signo oculto de integrismo en el comportamiento ajeno. Parece que la guerra no fuera más que eso, una desconfianza absoluta y mortal. Pero allí, apoyado contra el mostrador de America West, estaba el profesor del departamento de español, Eddie Williams, sonriente, con el periódico bajo el brazo, estableciendo alrededor de su presencia un espacio cálido y hospitalario en aquel desierto de linóleum.

A veces me ocurre que las sensaciones de los viajes se agregan a mis sueños como las imágenes de una película que estuviera siguiendo mientras dormía. No sé cuánto tiempo pasé en San Francisco, una semana, diez días... Creo que vi la pirámide de la Transamérica sumergida en la bruma, oscilando dentro de ella, con el vértice de un gran triángulo isósceles brillando encima como la cresta de una arquitectura imposible. Me parece haber vislumbrado un carguero cruzando las aguas gris-plata de la bahía mientras en la radio del coche sonaba una canción de Aretha Franklyn. Tengo la impresión de haber caminado mucho tiempo por calles empinadas con los cables de los tranvías envueltos en niebla y de haber entrado en un café llamado La Bohème donde alguién me habló de España y de la Residencia de Estudiantes. Pero, no sé, tal vez lo soñé. En el sueño también había un vagabundo negro, muy alto, con una zamarra de cuadros, que nos pidió unos centavos en la esquina de la Calle 16. Lloviznaba.

El estilo inconfundible que caracteriza a algunas ciudades es en el fondo, si se piensa, un estilo de vida. No algo demasiado concreto, sino la invención de una posibilidad vital, de un modo de existencia que colma la imaginación de promesas. Creo recordar que atravesamos un barrio lleno de voces hispanas que salían de todos los portales. Me parece haber visto una escuela en la Mission con muros blancos de adobe y arcos coloniales, y recuerdo el intenso sabor a infierno en la mirada de un tendero sexagenario mientras atendía a una muchacha brasileña de no más de veinte años. En el Golden Gate Park las rachas de viento gélido y el olor a bosque y a grumos de hojas empapadas me hicieron pensar tiritando en la famosa sentencia de Mark Twain: 'El invierno más frío de mi vida fue un verano en San Francisco'. Había un mural a la entrada de la estación Bart, creo que en el cruce entre la 24 y Van Ness, titulado Golden Dream of the New World. Recuerdo la visión en fuga de los ladrillos rojos del edificio del Southern Pacific entre rascacielos de acero durante un trayecto en taxi, y recuerdo a un músico muy rubio que tocaba el violín sobre un trono de bidones oxidados. La vida cotidiana segregando poesía como la araña segrega el hilo que la sostiene en el aire. Y tampoco podré olvidar nunca el Hip y las expresiones en jerga y los bares de North Beach y el modo de caminar de las parejas poniendo la mano en las nalgas por calles en cuesta hermosísimas y tristísimas que se iban quedando vacías de madrugada con chapas de botes de cerveza por el suelo.

Jack London

Pero hay algo más que no sé bien cómo explicar, quizá se trate de una especie de amenaza que le concede a la ciudad una belleza irreparable. 'San Francisco ya no existe', escribió Jack London tras el terremoto de 1906. 'Por muy asombroso que pueda parecer, aquella noche de miércoles, cuando toda la ciudad se hundía y se convertía en ruinas, fue una noche tranquila... Durante todas esas terribles horas, mientras avanzaban las llamas, no vi llorar a una sola mujer, ni a un hombre abatirse, no vi a nadie presa del pánico...'. Eso es justamente lo que ha debido quedar sobreimpresionado en el tejido urbano como un aura muy evanescente, pero trazada al mismo tiempo con eje de acero, igual que esos abismos de intimidad arrasada en los que creemos que sólo quedan ruinas y a los que, sin embargo, milagrosamente, vemos reconstruirse cada día desde la nada. Aquí radica el verdadero magma de una ciudad, en las brechas y en los boquetes y en las entrañas ardiendo...

Cualquier ciudad que se precie cuenta por lo menos con dos estratos de habitabilidad: uno real muy pronunciado y otro imaginario. Entre ellos fluyen las vidas cruzadas de la gente y sus sueños. En San Francisco ambos espacios están comunicados a través de un plano de inclinación máxima y uno nunca sabe exactamente en qué punto se encuentra. Así es que la niebla fue extendiéndose poco a poco hasta el pie de los rascacielos del Financial District. Creo que me perdí por un laberinto de callejuelas. Alguien pronunció entonces la palabra Chinatown y por un momento me pareció ver los rostros de Jack Nicholson y Faye Dunaway conduciendo desesperadamente a través de todos aquellos bazares, bajo las marquesinas de las pagodas, entre las fachadas de colores, y los dragones rojos y los faroles encendidos en pleno día... La mayor ciudad china fuera de Asia. No sé cuánto tiempo pasó, estaba aún bajo el efecto del jet-lag, cuando de pronto me encontré en un salón de actos inmenso hablando de un tipo llamado Corto Maltés, al que, por cierto, nadie conocía por allí, y de tipos que iban tras una ballena blanca y de otros que buscaban a un tal Kurtz. ¿Cómo será eso de navegar una novela?

Rascacielos

Salí de nuevo a la mañana flanqueada por la altura protectora de Eddie Williams que a cada momento me mostraba alguna perspectiva insólita: el perfil de los rascacielos desde la colina de Pacific Heights, los tirantes rojos del Golden Gate por encima de la neblina y, brillando dentro de ella, como fantasmas, las sirenas azules de la policía; el arco de la bahía coronada por un cielo cóncavo lleno de limaduras de oro. La luz era muy hermosa, con esa belleza difícil de Finisterre que sólo tienen las ciudades del Oeste.

En el barrio del Castro vimos detenerse una ambulancia ante la escalinata de una mansión victoriana. 'El amor que no osa decir su nombre' tiene su corazón aquí, en las llamadas cuatro esquinas más gay del mundo entre Twin Peaks y la Misión Dolores. Desde que en 1981 el sida empezó a cobrarse las primeras víctimas, no pasa un solo día sin que en algún lugar se recuerde a los amigos que ya no están. Un viernes nos enteramos de la muerte de Ken Kesey por el San Francisco Chronicle, y a la mañana siguiente encontré a Eddie leyendo la primera edición de Alguien voló sobre el nido del cuco junto a una cafetera humeante. Cada uno tiene su manera de no enterrar a los muertos. Fue un desayuno en San Anselmo con ciervos y lluvia en la ventana, en el que también hablamos de los beatniks y de los años del flower power, y de las revueltas estudiantiles en Berkeley, y de la guerra de Vietnam, y de esta guerra de ahora. Ha pasado tanto tiempo que de pronto las coordenadas temporales se confunden en mi memoria y todo el periplo me parece una epifanía tan fugaz como la imaginación: la noche en Inverness, el otoño en los bosques de las Marin Headlands con un jersey prestado; conversaciones en los pasillos de la Universidad; la exposición de fotografía de Ansel Adams un domingo en el MOMA; una cena con amigos en la que acabamos a las dos de la madrugada viendo Belle époque con subtítulos en inglés en una habitación con una claraboya en el techo mientras afuera diluviaba... Hay viajes que no tienen cronología ni estados intermedios, y de ellos nos queda, como de algunos cuerpos que hemos amado intensamente, la sensación de haber sido dueños de un espejismo que se manifestó en el pasado.

A punto de irme o de recobrar la consciencia, en una pista situada a menos de 50 metros del océano Pacífico, pensé en las palabras de Kerouac: 'Dentro de una hora la niebla llegaría al Golden Gate y envolvería de blanco la ciudad romántica, y un muchacho llevando a una chica de la mano subiría lentamente por una de sus largas y blancas aceras con una botella de Tokay en el bolsillo. Eso era Frisco; y mujeres muy bellas esperando a sus hombres en los portales; y la torre Coit, y el embarcadero...'. Apoyé la cabeza contra el respaldo del asiento -el avión iba casi vacío-, cerré los ojos y convoqué a un fantasma de ojos azules y voz muy honda que una vez me prometió tomarse conmigo el último whisky en las nubes. Y después sí. Después dije adiós a San Francisco.

Los tranvías, monumento histórico, surcan desde  1873 las calles de San Francisco; al fondo, la bahía y la isla de Alcatraz.
Los tranvías, monumento histórico, surcan desde 1873 las calles de San Francisco; al fondo, la bahía y la isla de Alcatraz.CHARLES THATCHER

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