Iluminación íntima de un atolladero

Cinco sagaces películas crean una nítida imagen del sentimiento de desastre que envuelve la vida diaria del pueblo argentino

Son memoria, persisten y se han hecho carne de historia, algunos vigorosos destellos de la sinceridad y la inteligencia con que el cine argentino se atrevió a mirarse de frente, sin desvíos, en el espejo de su gente. Pero ahora se ha producido, en una vigorosa floración rica de cine pobre -un paso más allá de los caminos abiertos por cineastas del fuste de (entre otros, para entendernos) Adolfo Aristarain, que dio a dos o tres abruptas ficciones un intenso poder metafórico sobre algo oscuro, impreciso e inquietante que se mueve bajo las brillantes aceras de la vida en Argentina-, un brote casi...

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Son memoria, persisten y se han hecho carne de historia, algunos vigorosos destellos de la sinceridad y la inteligencia con que el cine argentino se atrevió a mirarse de frente, sin desvíos, en el espejo de su gente. Pero ahora se ha producido, en una vigorosa floración rica de cine pobre -un paso más allá de los caminos abiertos por cineastas del fuste de (entre otros, para entendernos) Adolfo Aristarain, que dio a dos o tres abruptas ficciones un intenso poder metafórico sobre algo oscuro, impreciso e inquietante que se mueve bajo las brillantes aceras de la vida en Argentina-, un brote casi súbito de películas que revientan de verdad y de astucia, y que iluminan con sorprendente nitidez la abrupta interioridad de ese subsuelo.

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Hablo de cinco filmes completamente vivos y completamente dispares, que aunque están llenos de un explosivo talento dinamitero circulan con pudor, discretamente, de puntillas -haciendo en la oscuridad de las salas un lento y apasionado goteo de adictos- por rincones de la cartelera española, y que dejan en ella, unas veces pegado a una sonrisa y otras a unos dientes apretados, un diagnóstico crispado, amargo y duro, pero con un fuerte deje de irrefutable, del tremendo, desconcertante, asfixiante, atolladero argentino. Y si alguna vez el cine en nuestro idioma se alimentó de la carne viva de la gente que lo puebla, esa vez es la que se asoma en las imágenes de Plata quemada, dirigida por Marcelo Piñeyro; Mundo grúa, dirigida por Pablo Trapero; La ciénaga, dirigida por Lucrecia Martel; Nueve reinas, dirigida por Fabián Bielinsky, y El hijo de la novia, dirigida por Juan José Campanella. Son cinco obras que componen un choque de formas de comedia y de tragedia del que salen, como chispas, elementos sustanciales para descifrar lo indescifrable, el enigma del derrumbe de una sociedad burlada, turbada y perturbada, vista a través de la radiografía involuntaria que de ella hacen sus vertederos íntimos, sus estercoleros morales. Cine tocado por la gracia y la emoción que hay en toda captura de la verdad.

En el turbulento baño de alcohol y de sangre de Plata quemada; en el tangazo de vividores, golfos, putas, simuladores, atracadores y pícaros de Nueve reinas; en los vaivenes sentimentales que atan y desatan los perplejos y arruinados tenderos de El hijo de la novia; en la terca, pétrea, irónica, viva y desalmada desesperanza con que miran a su alrededor los obreros de Mundo grúa, y en la agobiante asfixia, y en el turbio y espeso tedio, desde el que los burgueses provincianos de La ciénaga contemplan cómo se les escapan de entre las manos los escombros de lo que un día consideraron su casa o su idea del mundo; en todos estos tan dispares golpes de taladro cinematográfico hay, y entre todos se teje, el hilo de una secreta identidad no buscada, el susurro de que toda aquella magnífica y variopinta fauna humana es inexplicablemente pobladora de la misma pesadilla.

Es esta sensación unitaria que salta de miradas, sensibilidades, humores, formas, estilos y rostros de cine tan dispares como los que se trenzan en la prodigiosa iluminación íntima de estas cinco recias y sagaces películas, lo que mueve a ver que, bajo ellas, esa iluminación íntima se convierte en iluminación colectiva, y que la agudeza, la severidad y la hondura de la introspección emprendida en ellas por su creadores se convierte inesperadamente en una averiguación de orden histórico. Y, a la manera de un pobre ladrón de bicicletas que desveló sin saberlo, de la mano de Vittorio de Sica, la miseria residual del fascismo, y de un vividor parisiense, conducido por Jean-Luc Godard, que se hizo mensajero involuntario del último aliento de una mutación en la identidad de Europa; también estos y otros filmes argentinos por llegar traspasan sin quererlo, llevados de la capacidad de captura de la verdad de quienes los han hecho, las fronteras de sus relatos y se entrometen en relato innumerable de lo que ocurre a su alrededor.

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