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Columna
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Privatización de la justicia

La superioridad del Estado Constitucional sobre todas las demás formas de manifestación del poder político que han existido en la historia descansa en la separación del poder político de la propiedad privada. El poder político ha sido a lo largo de la historia un correlato de la propiedad privada y, en particular, de la propiedad de la tierra que hasta fecha muy reciente ha sido el medio de producción por excelencia. El Estado Constitucional es la primera forma política que rompe con esa dependencia del poder de la propiedad. El poder político estatal no es de nadie y, precisamente por eso, tiene que ser representativo de todos. El principio de la soberanía nacional-popular de la que emanan los poderes del Estado (art. 1.2 CE) es una consecuencia inmediata y directa de esa separación del poder de la propiedad. Es lo que ha permitido al poder político, a todos los poderes del Estado, legislativo, ejecutivo y judicial, tener autonomía para dirigir políticamente la sociedad.

'Lo que ha ocurrido en la Audiencia Nacional y en los juzgados de Marbella es para que salten todas las alarmas. Es difícil imaginar casos más graves de privatización de la justicia'

Ahora bien, el hecho de que esa separación del poder de la propiedad sea lo que caracteriza al Estado Constitucional, no puede hacernos olvidar que dicha forma política no suprime la propiedad privada, sino que, al contrario, se eleva sobre una sociedad civil en la que el derecho de propiedad es su elemento constitutivo. Más todavía. La propiedad privada tiene una consistencia en la sociedad contemporánea, que descansa en el capital como principio de constitución económica, muy superior a la que ha tenido nunca antes. El poder político ha dejado de ser una emanación de la propiedad y ha pasado a ser resultado de unas elecciones que se repiten periódicamente y en la que participan todos los ciudadanos mayores de edad, independientemente del volumen de su propiedad, pero la propiedad privada sigue siendo el elemento central en la producción de las condiciones materiales de existencia de todos los individuos y no puede, en consecuencia, dejar de ser tomada en consideración y de ejercer influencia sobre el Estado.

Quiere decirse, pues, que la autonomía del poder político respecto de la propiedad privada existe en el Estado Constitucional, pero sometida permanentemente a la presión por parte de ésta para hacer valer sus intereses. El Estado no es del BBVA o del BSCH o de El Corte Inglés, por entendernos, pero no es ni puede ser indiferente a la existencia de estas entidades bancarias, industriales o comerciales.

Esto es así y hasta el momento no se ha encontrado en la historia una mejor combinación para dar respuesta a las necesidades de los seres humanos. La combinación de la propiedad privada como capital y de la democracia representativa ha sido hasta la fecha la fórmula de mayor éxito en la organización de la convivencia. Pero lo ha sido siempre que las instituciones democráticas han sido capaces de mantener su autonomía y de no subordinarse en el ejercicio del poder a intereses privados. Cuando esto último ocurre, cuando el poder político en cualquiera de sus manifestaciones se subordina por vías soterradas y espurias a la propiedad privada, se inicia el descenso por una pendiente en la que es muy difícil pararse. La privatización del poder del Estado es una hipoteca que resulta extraordinariamente difícil levantar.

Cualquier manifestación de privatización del poder del Estado es grave. La privatización de la Dirección General de la Guardia Civil por Luis Roldán o de la Presidencia del Gobierno de Navarra por Gabriel Urralburu fue gravísima, de la misma manera que lo ha sido la privatización de la presidencia de la Comisión Nacional del Mercado de Valores por Pilar Valiente o de la Secretaría de Estado de Hacienda por Enrique Giménez Reyna en el caso Gescartera.

Pero no hay, posiblemente, hipoteca mayor para el Estado Constitucional que la privatización del poder judicial, esto es, la subordinación de jueces y magistrados en el ejercicio de la función jurisdiccional a intereses privados.

La privatización del poder judicial es la amenaza más grave para el Estado Constitucional, porque es la más difícil de combatir y porque es la que puede provocar la mayor desmoralización en la ciudadanía. La quiebra de la confianza de la sociedad en los funcionarios a quienes se ha confiado la tarea de administrar justicia, de dar a cada uno lo suyo, es de casi imposible reparación.

Desgraciadamente, en España llevamos algún tiempo deslizándonos por esta pendiente de la privatización de la justicia. Y en ese deslizamiento hay algunas provincias andaluzas que han ocupado un lugar muy destacado. Es casi imposible que con unos jueces y magistrados que hubieran ejercido su fucnión jurisdiccional en los términos en que la Constitución se la encomienda, hubiera ocurrido en algunos municipios de la Costa del Sol lo que ha ocurrido.

Pero lo que ha ocurrido esta semana en la Audiencia Nacional y en los juzgados de Marbella es para que salten todas las señales de alarma. Es difícil imaginar casos más graves de privatización de la justicia que los que han representado la puesta en libertad bajo fianza de cinco millones de pesetas del narcotraficante Carlos Ruiz Santamaría y la decisión de archivar el caso del robo de los sumarios en los juzgados de Marbella. La intervención de urgencia del Consejo General del Poder Judicial en Marbella inmediatamente después del robo el pasado verano no parece haber servido de mucho. ¿Ocurrirá lo mismo con lo ocurrido en la Audiencia Nacional?

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