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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Espacios de resistencia

La capacidad del arte para 'concienciar' al público acerca de los distintos conflictos sociales que deslucen nuestras vidas en este lamentable planeta se ha hecho más que discutible, aunque no del todo imposible. Lo que sucede es que, perdida toda inocencia, tiene que hacerlo por vías cada vez más oblicuas, y tan sesgadas, que los contenidos críticos tienden a convertirse en una especie de convención anecdótica o en pretexto (por lo demás, legítimo) para la autocrítica del arte mismo. Lo cual no es poco.

Algo de esto puede reconocerse en la Bienal Martínez Guerricabeitia, de la que ahora se celebra en Valencia la sexta edición. Este año su patronato ha propuesto una selección de trabajos de 20 artistas, presentados por cinco galerías y otros tantos críticos, y cuyas obras, en su mayor parte recientes, giran en torno a las posibilidades de acoger en ellas todavía alguna forma de 'conciencia social' en la que se reflejen 'situaciones de injusticia o desigualdad' ofrecidas, naturalmente, des-de una 'visión comprometida'.

CONCIENCIARTE

6ª bienal Martínez Guerricabeitia Pintura y otros soportes Reales Atarazanas. Plaza de Juan Antonio Benlliure, s/n Valencia Hasta el 13 de enero de 2002

Los resultados son tan dispares como cabía esperar, pero el conjunto resulta efectivamente homogéneo. De hecho, más que ingenuas proclamaciones de denuncia, lo que predomina son modelos para espacios de resistencia, es decir, de resistencia al olvido y a la consiguiente exclusión.

Excluidos, perseguidos y

oprimidos, humillados, despreciados y sometidos son aquí los protagonistas indiscutibles. Enrique Marty, por ejemplo, tematiza el maltrato de mujeres en imágenes francamente sórdidas.

Marina Núñez invoca también la feminidad históricamente estigmatizada en una tan potente como sutil pintura (Monstruos) de 1998.

Los marginados aparecen en escenarios diversos. Tere Recarens se fotografía entre un grupo de adolescentes del Bronx pertenecientes a un programa educativo de recuperación de jóvenes conflictivos, mientras que Rogelio López Cuenca presenta un díptico, lleno del sarcasmo que le caracteriza, sobre esos nuevos navegantes que pretenden ingresar en la fortaleza europea a bordo de sus pateras, asumiendo más riesgos que el propio Magallanes. En cuanto a Álex Francés, parece estar llegando al límite de su exploración de los límites de esa homorretórica que tanto prolifera en nuestros días.

Simeón Saiz, por su parte, presenta lo que Simón Marchán califica de 'cuadro de época': una minuciosa o puntillosamente borrosa reconstrucción enfáticamente pictórica (y, por tanto, provista de una rica ambigüedad) de la fotografía de la víctima de un ataque aéreo en Kosovo. Una figura anónima como la que acaba siendo la de Fernando Illana, convertida en el sujeto de una ficha documental (cuatro fotografías en donde aparece con el rostro tachado) cuya auténtica identidad se reduce a un inocuo tatuaje.

En los representantes vascos dominan, por así decir, los efectos de la atmósfera desoladora del bucle melancólico. Ibon Aramberri nos ofrece (Nueva Era, 2001, acero inoxidable) una especie de modelo para mobiliario urbano con una aparente ikurriña como trazada con agujeros de bala. Y Juan Luis Moraza, en una de sus realizaciones más elocuentes, invoca una Educación sentimental (1996) en una serie de fotografías de los ojos de unos niños metafóricamente encapuchados. Sólo José Ramón S. Morquillas, con un abigarrado collage fiel a su Bilbao Style, suaviza un tanto el panorama en una escena en donde el famoso Guggenheim se alza en medio de la campiña, sin por ello quedar del todo a salvo de la kale borroka.

Irónicos se muestran asimismo Isidoro Valcárcel Medina (acerca del sujeto político), Antonio Ortega (con el registro de una cerda que hoy vive, al parecer, felizmente apadrinada por la Fundació La Caixa), Juan Ugalde (con la imagen de un optimista resignado buceando en su bañera) y Valentín Vallhonrat (otra bañera, por cierto, esta vez en forma de corazón y rodeada de espejos, de connotaciones hollywoodienses). Así como Pedro G. Romero, quien nos obsequia con una divertida secuencia de fotografías (Danza a dos, 1997) en donde el artista documenta su fantasmagórica convivencia cotidiana con un esqueleto capaz de planchar, cortar jamón, tocar la guitarra o manejar un ordenador.

La mirada antropológica de Federico Guzmán sobre las plantas de la cuenca del Amazonas y sus no-propietarios, y, sobre todo, la de Ana Prada sobre los pequeños objetos cotidianos, a los que rescata con toda delicadeza en plena metamorfosis (como subraya Estrella de Diego), se nos ofrecen como un brillante contrapunto poético a esas orientaciones tan resueltamente autoconscientes. En todo caso, uno se pregunta si lo más importante en todo esto es realmente el 'compromiso' social o si lo que cuenta de verdad es el compromiso con el propio arte.

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