El eslabón
Ni el futuro ni el pasado son lo que eran. En algún momento se ha producido la solución de continuidad, tal como fue entendida, entre lo que sabían unos y lo que deseaban conocer los recién llegados. Ningún joven -creo- tiene el mínimo interés por soportar las batallitas del abuelo, al menos de primera mano; ni siquiera creo que las entienda si se viese forzado a escucharlas. Eso lo hace solamente el heredero con expectativas, y no todos. Sigue siendo cierto que nadie escarmienta en cabeza ajena y la experiencia -como leí en alguna parte y procuro citar- viene a ser como adquirir lotería premiada en el sorteo anterior.
Aunque no sea de aplicación inmediata, ni siquiera práctico, aún hay quien sostiene que saber lo que antes ha ocurrido es bueno, ejercita la inteligencia y mantiene en forma las neuronas. Precisamente en cuanto a esos conocimientos que se califican de ociosos y que antiguamente cimentaban sólidas reputaciones en provincias. A las nuevas generaciones les gustan poco los viejos, quizá porque han encontrado fórmulas de comportamiento inéditas y, sobre todo, un nuevo lenguaje, decididamente más pobre, pero que los mayores apenas entienden. Son raros los que estiman atractiva la sociedad de los viejos, quizá porque sea de muy escaso provecho aquello que pretenden transmitir. Caben dudas de que comprendan a los descendientes, por mucha zapatilla que calcen y mucha bufanda color berenjena con la que sustituir al gabán.
Volver la vista muy atrás nos brinda unos ancestros sobrios en palabras, que soportaban con desdeñosa condescendencia a una prole a la que apenas dirigían la palabra -muy especialmente los padres- hasta entrada la adolescencia. Crecidos en ambientes familiares estrechos, los sucesores ambicionaban llegar hasta la cota del progenitor, o sea, un estamento superior, remoto, donde se hacía lo que le daba la gana, en virtud de cierta escala jerárquica de una sola dirección. Eso imagino que ha terminado ya, como las viejas rutinas parentales.
La sentenciosa sobriedad de otros tiempos se convirtió, en las generaciones que me son aledañas, en afán pedagógico de los mayores por comunicar a los hijos y otras personas desprevenidas nuestras experiencias, bajo el pretexto de haber vivido una guerra civil y estar asomados, de refilón, a un conflicto mundial. Tengo comprobado que esas materias dejan fríos a nuestros últimos allegados, que sólo por un carácter muy bondadoso acceden a escucharnos. La veteranía no es un grado, es una desgracia.
Los que ya sólo vivimos de recuerdos, nos regodeamos volviendo al tiempo en que buscábamos la proximidad de personas mayores con el fin de aprender, pues resultaba menos dificultoso escuchar que hincar los codos delante de los libros. Aquellos individuos estaban encantados desempeñando tal magisterio, generalmente ejercido en los cafés. Hoy, quienes podrían guiarme por los senderos del conocimiento han muerto o están atornillados a un sillón en sus casas o en residencias geriátricas. Eso me confina en el reducido mundo del soliloquio, porque no percibo gentes deseosas, ni siquiera tolerantes, con la oportunidad de que les comunique mis vivencias.
Con escasa convicción querría indicar que no es malo admitir las moralejas previas, por rancias que parezcan. En mayor o menor medida, siempre eran útiles para derramarlas sobre los recién llegados. Personalmente estuve sometido al acervo anecdótico de un amigo, sólo unos diez o doce años más viejo. Como si fuera hoy, recuerdo una de las últimas entrevistas. Con aire de conspirador de teatro, me confió, a la oreja, mirando suspicazmente en torno: '¿Sabes que en 1694 se creó el primer banco emisor del mundo? Fue el de Inglaterra'. '¿Qué me dices?' repuse afectando sorpresa. 'Como lo oyes. Pero, agárrate -su voz se convirtió en susurro-. Un año después, en 1695, un fraile ciego, Dom Perignon, descubre el champán. ¿Qué te parece?'. En aquellos tiempos aún era hombre de ciertos posibles, entendí la pedagógica indirecta de mi amigo y le pedí una copa de cava, porque el último dato ya lo conocía y devaluaba el brut francés pretendido.
El eslabón generacional, el vaso comunicante de las culturas, se ha extraviado sin que se sepa, con certeza, cuándo y por qué. He leído y escuchado que docenas de miles de estudiantes sacan los silbatos a la calle para protestar por la enésima reforma universitaria y me pregunto si hay quien imagina que la sabiduría -o sus escurriduras- se aprende en las aulas. Algo de ingenuidad queda y hay que resguardarla.
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