El fusilamiento del rector
En una ciudad ideal las calles no deberían tener nombres propios. Sin embargo, para no dislocar al servicio público de correos y a las empresas de mensajería bastaría con numerarlas como los casilleros de un crucigrama o excepcionalmente atribuirles palabras abstractas vinculadas de algún modo con su esplendor o modestia. Así se evitarían también injusticias y malentendidos. Cada nombre propio que se impone a una calle implica un juicio moral por parte de las autoridades municipales, un ejercicio de justicia restringida a los criterios en boga en un momento determinado.
Pero no es este el único riesgo que implica bautizar una calle. Con el trancurso del tiempo, el olvido va limando los méritos de los personajes que quedan reducidos a unos metros de acera, una calzada de dos direcciones o al lugar donde los malhechores comunes perpetran con una extraña asiduidad sus fechorías y sus ajustes de cuentas.
En Granada hay una calle dedicada al rector Marín Ocete. ¿Quién fue este rector? Si el curioso lector busca en Intenet descubrirá que con el tiempo Marín Ocete es más una calle neutra del callejero que un paleógrafo que rigió la Universidad de Granada. Si insiste, el lector encontrará una breve reseña que informa que fue nombrado vicerrector en 1931 y que incluso ocupó el rectorado en una primera y corta etapa, pero que la segunda y definitiva comenzó en julio de 1936 y no acabó sino quince años después, en 1951.
El golpe militar llevó, en efecto, a Marín Ocete al rectorado de Granada y así pasó a formar parte del nomenclátor. He dicho que en una ciudad ideal las avenidas no deberían llevar nombres pero igual de utópica es la tarea de aligerar de nombres las calles. No es ese el motivo de este artículo ni tampoco Marín Ocete. El motivo es un acto íntimo celebrado ayer en la facultad de Filosofía de Granada, presidido por el rector granadino, David Aguilar, en memoria de Salvador Vila, un hombre sin calle y casi sin memoria pero que también fue rector, interino, de la Universidad granadina.
Quizá la interinidad es lo que mejor cuadre en la breve vida de este salmantino, alumnos de Unamuno, y catedrático de Cultura Árabe. Su reseña biográfica dice que fue nombrado rector el 20 de abril de 1936 y destituido el 24 de julio de ese año mediante un simple oficio del Gobierno Civil. Cuando la sublevación franquista Vila, un tipo de 32 años de 'sonrisa benevolente de desarmado'. como lo recordaba su maestro, estaba en Salamanca con su familia. Allí fue detenido y trasladado a Granada donde moriría ante el pelotón de fusilamiento el 22 de octubre. De este modo sangriento concluyó el mandato de un hombre manso al que otro dictador, Primo de Rivera, había condenado antes a 21 años de deportación por increpar a un tribunal que había fallado injustamente unas oposiciones a la cátedra de Griego.
La evocación de Salvador Vila es la que nos ha conducido insospechadamente por el laberinto absurdo de las calles y nos ha abandonado, pensativos, al final de la columna de un periódico.
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