Vidrio
UN MATRIMONIO de zoólogos deciden hacer el amor en las mismas dunas de una alejada bahía donde lo hicieron, por primera vez, años atrás, al poco de conocerse. Este acto romántico de conmemoración tuvo, sin embargo, un impremeditado fin trágico, porque, tras consumar felizmente su propósito, fueron asesinados por un delincuente, que aprovechó la impune soledad del apartado lugar para robarles. La historia de este crimen está contada al comienzo de la novela Y amanece la muerte (Ediciones B), de Jim Grace, el cual, después, va intercalando lo que fueron las vidas de los asesinados con una descripción de lo que les ocurrió a los cuerpos de las víctimas durante los días que tardó la policía en hallarlos. Esta última está hecha no sólo con la competente precisión de un forense, que analiza al detalle el proceso de descomposición biológica de los cadáveres, sino también con la no menos autorizada de un experto zoólogo, que relata minuciosamente el inesperado festín de todas las especies vivas allí existentes a costa de los cadáveres.
Aunque Grace demuestra una encomiable preparación científica para esta macabra descripción de lo que naturalmente ocurre con algo tan natural como la muerte, la ambición de su novela va mucho más allá: el diagnóstico moral de nuestra sociedad actual y, en particular, cómo en ella se elude artificiosamente todo lo que concierne a la muerte, como si la visión de ésta fuera el vergonzante espectáculo de un fracaso que nos culpabiliza y sobre la que hay que pasar de la forma más inadvertida. En realidad, no sé por qué, alardeándose tanto de la fecundación in vitro, nadie ha reparado en lo más obvio y universal: en la general vitrificación de la muerte, nuestra cuestión moral más vidriosa.
Ciertamente, el acero y el vidrio han sido los materiales más usados y característicos de nuestra revolución industrial, pero mirar la realidad como a través de una aséptica y protectora pantalla es ya hoy el hecho físico y moral que mejor nos define. Véase si no, lo que ha ocurrido con la historia 'material' de la pintura: primero, en pleno siglo XVII, la prescripción de su dimensión táctil en favor de un realismo óptico; luego, en el siglo XIX, la industrialización de los colores, que dejaron de ser pigmentos naturales y, por tanto, corruptibles, y, por fin, la fabricación industrial de las imágenes, cuya indiscriminada disponibilidad técnica ha convertido el arte en algo casi sólo mental. Y, sin embargo, cuando amanece la muerte, da igual mirar el televisor o por la ventana: una fulgurante interrogación funde nuestros cristales protectores, al menos hasta que no seamos nosotros mismos de cristal y estemos programados para no hacer preguntas; pero, claro, entonces, ni seremos nosotros, ni habrá arte. Sólo vidrio.
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