Puertas al campo
Me llevaron el 1 de mayo de 1931 a la entrega al pueblo de la Casa de Campo, que era de la Corona: pero ya no había, afortunadamente, Corona. Desde entonces no se había cerrado nunca; la supresión del tráfico rodado supone un cierre táctico, y trata de evitar disimuladamente que la prostitución tenga clientes. Las chicas irán a otro sitio, y los clientes también. En tiempos de Franco patrullaban los policías de la Brigada del Vicio (sí, sí, policías contra el vicio: con perros que olían los fluidos corporales y descubrían parejas; los perros las inmovilizaban y los guardias fotógrafos disparaban el flash: las fotos de los amantes horrorizados se enseñaban después a padres o maridos o esposas).
El Retiro, o Jardines del Buen Retiro, no se habían cerrado jamás. Sus puertas no servían para nada. Ahora, sí. Los guardias jurados regañaban un poco y ponían multas de un par de pesetas: léase Relato inmoral, de Fernández Flórez (gran monárquico, un refugiado en la guerra civil, escritor político de Abc, pero que amaba las libertades y detestaba la España mojigata). Es verdad que en otros países también sucedía; en mi casa de París recibí un aviso de multa 'por cometer actos inmorales en el Bosque de Bolonia'. Afortunadamente, mi pasaporte demostraba que no estaba en la ciudad aquel día. Hoy pagaría gusto una multa por cometer actos inmorales: nunca son demasiado caros. Lo que pasa es que mis vicios y extralimitaciones han sido siempre urbanos. Soy de ciudad.
Pasábamos por la Casa de Campo una noche a la semana tres tristes trogloditas, camino de Radio Nacional: Cándido, Guido Bruñiré y yo sufríamos a la vista de aquellas criaturas medio desnudas, abriendo sus ropas ante los faros del coche: bajo la lluvia, con el frío. Conversábamos sobre el triste destino de africanas y americanas, y españolitas drogatas: teníamos un poco de piedad, algo de pena.
Éramos buenas personas: nuestro Guido murió, Cándido lo es todavía -ha escrito un bello libro sobre un tema de buena persona: la dignidad- y yo soy cada vez más cosa perdida. Nunca creímos que habría que prohibirlas, castigarlas o quitarles clientes: pensábamos reformar, resolver, evitar que hubiera mujeres en esas condiciones. Cambiar la sociedad. Y eso que éramos mayorcitos. Claro, con esas ideas revolucionarias, nos echaron de Radio Nacional los nacionales.
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