Satchmo
Una noche, Julio Cortázar vio a Louis Armstrong soplar una trompeta con toda la ventolera de sus pulmones en el Théatre des Champs-Elysées y automáticamente pensó que era un enormísimo cronopio. Todavía no sabía lo que significaba esa palabra, pero sí, Louis era un cronopio. Algún tiempo después Cortázar y sus lectores nos enteraríamos de que los cronopios son criaturas torpes y tímidas, poetas por vocación y enfermedad, grandes monumentos a la sorpresa de vivir. Y, es cierto, todo se adecuaba tal como un guante a la persona de Armstrong: ahora lo tengo delante de mí, en una fotografía tomada en los años cincuenta, con el tirabuzón dorado de su trompeta sobre el vientre y las caderas de un contrabajo en segundo plano, entre el humo. Es un gran simio elegante, vestido con pajarita, que muestra a la cámara el obsceno teclado de su dentadura y hace entender el apodo que lo inmortalizó en la historia del jazz: Satchmo, contracción de Such a mouth, que podríamos traducir ventajosamente por Vaya boca. La de Armstrong era una vasta, hambrienta, cariñosa boca.
Ha pasado de puntillas, pero ha estado ahí; este agosto se celebraba el día en que Satchmo hubiera podido cumplir cien años. Mientras escribo esta necrológica trasnochada, lo oigo vocear en el altavoz del aparato de música, alternando el eco rugoso de su voz, que recuerda al color de la piel que lucía en las fotos, con esos salvajes golpes de aire que solía sacar de la trompeta para ensordecer a sus adeptos. Oigo a Satchmo cantar que la vida es un cabaret, que vayamos al cabaret a escuchar la banda y a probar el vino, que nuestra mesa nos espera: parece que siempre ha estado ahí, que ese tono inconfundible comparte la familiaridad del sonido de la lluvia y Hello Dolly es anterior al café con leche, al color de la tarde que miro desde el escaparate del bar para beber de la taza, siguiendo con los dedos el compás de la música. La vida es un cabaret, ciertamente, y hay números insoportables y otros maravillosos, que nos redimen de la miseria y del tedio; Louis, enormísimo cronopio, es nuestro ángel de la guarda, negro como le hubiera gustado a Machín.
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