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SOBREMESAS
Columna
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El menaje

Es cosa sabida que el tenedor lo importaron de Bizancio con ocasión de los esponsales de Teodora y Doménico. La hija del emperador se casaba con el dux de Venecia, y la novia trajo, no como ajuar, sino como útil doméstico, el tenedor. Parece que el escándalo que ocasionó fue mayúsculo, interviniendo, como era de ley, la iglesia católica, para atajar las licenciosas costumbres. Hasta ese momento, siglo XI, siempre se había comido con las manos; el menaje de mesa contenía algunos de los elementos que hoy nos son propios, como la cuchara, pero todo lo que no fuese caldo se comía con las extremidades. Los exquisitos de la nobleza se hacían cruces de aquellos que al comer las piezas de caza cocinadas con abundantes salsas, cogían los trozos con las manos enteras, manteniendo, mientras masticaban, las mismas dentro del plato. Se impuso entre las clases pudientes la discreción, y se tenía como norma de suprema educación, comer solo con tres dedos, a la vez que se mantenían, en lo posible, aquellos fuera del plato.

Del tenedor de dos púas se ha pasado al de cuatro y con palma. El artilugio que ahora se ofrece como el colmo de modernidad en los restaurantes que expenden arroz en cantidades consiste en una mezcla de cuchara y tenedor, con los dientes fundidos en la parte posterior, lo cual ofrece un aspecto de palmípedo que solo agrada a los muy hechos a los arroces de la Albufera, con coll verd a discreción.

Los siglos han pasado sin que evolucionase el aspecto de los cubiertos. Virginia Valero, responsable de ventas de menaje en Host, calle Tirso de Molina, en Valencia, nos orienta al respecto. Desde la cuchara y el tenedor, casi nada se ha inventado. La pala de pescado, que hace las veces de cuchillo y de cuchara -ahora, prácticamente confundida con la segunda- y que permite recoger los jugos, que antes se engullían junto con la absorbente miga de pan, excepto en las comidas de nivel, que volvían a la cocina envueltos en un mar de lágrimas de los comensales, los cuales sólo habían presentido su sabor en las ínfimas porciones que lograban mezclar con los pescados.

El cuchillo es otro cantar; se ha utilizado desde el principio de los tiempos, pero por razones que se nos ocultan -y que no deben de estar lejos de la gran tendencia al apuñalamiento que había en las sociedades pretéritas- su utilización se reservaba a los profesionales. El arte cisoria -el de trinchar- sólo estaba al alcance de algunos, los cuales estaban elegidos y tenían importancia social relevante. Los romanos elegían un esclavo con dotes para tal puesto, y había piques en el Medioevo entre la nobleza, para ver qué trinchador sería capaz de separar las carnes de un carnero, sin que el mismo se apoyase en ninguna superficie, lo que se llamaba 'trinchar al aire'.

Todos los libros de cocina de la época desde el Libro de guisados, de Rupert de Nola, hasta el Libro del arte de cocina, de Domingo Hernández de Maceras, tratan en sus introducciones, con profundidad, del oficio de trinchante y de los tipos de corte que deben darse a las carnes asadas, según sean aves u otro tipo de animales. Sirva de ejemplo el corte del lechón: 'Para cortar el lechón se ha de comenzar por la oreja derecha, con la espalda juntamente cortar el cuero hasta la cadera, y aquello cortar a la voluntad del señor...'.

Los platos, las bandejas, las jarras y los vasos han sido de uso común en la antigüedad y con pequeñas diferencias, más producidas por las técnicas de fabricación que por otros motivos han permanecido hasta nosotros. El elemento que, en realidad ha sufrido mayor número de modificaciones ha sido la servilleta. En principio por su doble utilidad; en Roma, los anfitriones ofrecían a los invitados servilletas, pero estos preferían traérselas de casa, para así -además de enjugarse con ellas-, tener contenedor donde guardar los restos de la comida, que se llevaban a hurtadillas.

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Más adelante desapareció el útil, ya que los caballeros preferían limpiarse las manos, con restos de la salsa, en las propias vestiduras, hecho que resultaba muy cómodo, ya que siempre llevaban la servilleta puesta por si una inesperada invitación los sorprendía.

Pero como siempre, fue Leonardo da Vinci quien resolvió el problema de la limpieza: en las fiestas que organizaba, ataba a las patas de las mesas hermosos conejos blancos, de pelo impoluto, para que los invitados pudiesen allí limpiarse, conservando en el estado en que llegaron el traje que los adornaba.

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