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CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Columna
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La música de la inmadurez

Resulta sorprendente, 50 años después de su publicación, la vigencia de El guardián entre el centeno. No es la vigencia de los clásicos, qué va. Tampoco la de las obras maestras. Ni siquiera la de las obras de culto, o al menos no exactamente. Es algo más raro, relativo a eso tan difícilmente formulable (y de tan imprevisible persistencia) que constituye el tono de un narrador. Infantilismo, intransigencia, exageración, piedad, desvarío, condescendencia, lirismo, humor y tristeza, una infinita tristeza: tales son los ingredientes principales que determinan el tono inconfundible de Holden Caulfield, el protagonista y narrador de El guardián entre el centeno. Ocurre con él como con la Coca-Cola: nadie ha conseguido arrebatarle la primacía de su fórmula, que entretanto ha conquistado sucesivas generaciones de adictos. Pero la legión de sus imitadores y la imperturbabilidad de su éxito han vulgarizado el encanto de una voz que ya no puede ser oída sin el efecto amplificador (a menudo distorsionante) de sus propios ecos. Holden sería hoy un sexagenario. Pero su forma de expresarse no ha dejado en todo este tiempo de asemejarse asombrosamente a la de miles de jóvenes que hace veinte años, lo mismo que en la actualidad, y tanto en la conversación como en sus relatos o en las letras de sus canciones, han hecho suyo ese modo característico -¡Jo!- de exhibir sus manías y sus debilidades, sintiendo pena y asco a partes iguales, encontrando por todos lados cosas de lo más deprimentes, o que les revientan, o que les dan ganas de vomitar. En serio. Y enarbolando a todas horas la consigna de la autenticidad ('No hacer nada que no fuera sincero': tal es la condición que Holden Caulfield pondría a quienes fueran a visitarlo a la cabaña donde sueña retirarse). Pero si bien esta forma de expresarse se ha convertido poco menos que en la jerga de una juventud que no cesa de proclamarse a sí misma, lo cierto es que Holden Caulfield no es propiamente un joven, sino un adolescente más bien. La diferencia es decisiva. Y lo es porque la juventud es un mito romántico, es decir, decimonónico, que plantea un enfrentamiento generacional en términos dialécticos (algo así como una lucha de clases proyectada en el orden de la herencia). El mito de la adolescencia es más moderno. Y más indigerible. Pues apunta a un enquistamiento de la infancia como resistencia al orden de los adultos. La narrativa del siglo XX cuenta con una pléyade portentosa de héroes adolescentes (baste recordar a Stephen Dedalus, o al estudiante Törless). Pero estos lo han sido, sobre todo, de relatos de iniciación o de aprendizaje. No es el caso de Holden Caulfield, quien parece saber ya cuanto puede interesarle (por eso se aburre tanto, por eso está tan cansado). Y que sobre todo sabe que en el mundo de los adultos sólo se ingresa al precio de renunciar a la infancia y pactar con la impureza y la falsedad. Hay en Holden Caufield (que adora a los niños) una buena dosis de peterpanismo. Su lucidez característica es la de la infancia en estado de conciencia. Desde ella no hay posibilidad de reconciliación con el mundo. Muy al comienzo de la novela, Caulfield visita a un viejo profesor que se propone ayudarle. Pero a él le dan asco los viejos ('esas piernas de viejo que se ven en las playas, muy blancas y sin nada de pelo'). Por lo demás, ningún adulto, y menos un viejo, puede ayudarle: 'Lo que pasaba es que estábamos en campos opuestos. Eso es todo'. Tampoco los jóvenes pueden ayudarle. '¿Cuándo vas a crecer de una vez?', le pregunta a Holden un antiguo conocido, Carl Luce, un joven intelectual y pedante con el que se ha citado para conversar. 'Tu cerebro aún no ha madurado'. Pero es que Holden Caulfield no quiere madurar. Él es un héroe (y un héroe trágico, además) de la inmadurez, a la que prestó una melodía irresistible. Éste es el gran acierto de El guardián entre el centeno: el de haber puesto música a la inmadurez. El de haberse convertido, por así decirlo, en su banda sonora, para bien y para mal. Otros novelistas han explorado (o explotado, las más veces) el tema de la inmadurez, que tuvo en Gombrowicz (y en su Ferdydurke, otro héroe adolescente) a su gran ideólogo.

Pero fue J. D. Salinger quien, además de eso, acertó con su música. Ése es el secreto de la influencia enorme y del éxito incombustible de El guardián entre el centeno, medio siglo después. Éxito e influencia que durarán, al parecer, todo el tiempo que duren los dos bandos de cuyo enfrentamiento Holden Caulfield es a la vez héroe y mártir.

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