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Columna
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Taxifobia

Tres artículos publicados en este periódico en menos de un mes, dos en este mismo hueco y el otro en el suplemento dominical, los tres con firma femenina, han tratado y maltratado al sufrido, y a veces insufrible, incomprendido y ocasionalmente desaprensivo, gremio de taxistas madrileños, que lo son por antonomasia.

En su página de los domingos, Almudena Grandes, cronista excepcional de lo cotidiano, se quejaba de la sintaxis, de la dificultad de encontrar un taxi libre en Madrid cuando más lo necesitas.

En su columna semanal, Elvira Lindo arremetía con talante irónico contra los zafios, sucios, ruidosos y malhumorados taxistas de la urbe, y Ruth Toledano rompía su promesa de no caer en el trillado subgénero de la crítica taxifóbica con una diatriba visceral sobre la mala educación de algunos profesionales del volante y del taxímetro.

De los taxistas sólo se habla bien cuando atienden a un parto en su vehículo o se convierten en víctimas de atracos y agresiones. Pero no hay un gremio más vituperado, más afectado por la generalización, siempre odiosa, que el suyo. Ni siquiera los políticos, ni los periodistas, ni los jueces, ni los burócratas, ni los policías, ni los delincuentes han sido un blanco tan asequible como ellos.

Nunca tantos justos pagaron con su fama por tantos pecadores.

La crónica del taxi llegó a ser un subgénero específico dentro de los periódicos en los años del franquismo, cuando la prensa amordazada por el poder tenía muy pocos temas sobre los que ejercer su crítica.

El articulista se levantaba de mal humor por la mañana, soñando con ser francés o sueco para descargar su indignación contra la clase política, y terminaba por aliviarse con el taxista que la noche anterior había tratado de sisarle una peseta o le había abrumado con el volumen de su transistor, sujeto con gomas sobre el salpicadero entre sus fetiches sagrados y profanos, las fotos de los niños y el san Cristóbal de plástico.

El taxi es una dependencia más del hogar del conductor y el taxista que pasa por término medio unas diez horas diarias al volante suele comportarse como si estuviera en su casa. Desde el asiento de atrás, el cliente se asoma a su intimidad y critica para sí la decoración y ornamentación del habitáculo con su destrenzada jarapa o su tapicería de peluche en símil cebra o seudoleopardo.

La contaminación acústica en estéreo, radio convencional más emisora profesional, figura a la cabeza de la lista de reclamaciones, sobre todo cuando los gustos musicales o deportivos del usuario no coinciden con los del patrón. En segundo y tercer lugar aparecen en la nómina el olor corporal y el lenguaje, los gritos y los denuestos con los que el conductor comenta las incidencias del tráfico.

Vayamos por partes: para limitar las molestias acústicas en el taxi, la táctica más conveniente -si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él- es prestar atención a la programación radiofónica, que tal vez nos proporcione datos de interés sobre áreas a las que habitualmente no prestamos interés, bien sean las últimas incidencias sobre el fichaje de un centrocampista croata o los últimos éxitos de la copla española. En cuanto al olor corporal, al que se suma a veces al aroma sintético de un ambientador de cartón en deletérea mezcla, la solución más apropiada es abrir la ventanilla y aspirar el familiar perfume del monóxido de carbono. El tema del lenguaje puede ser más espinoso, sobre todo cuando el airado auriga expresa su opinión sobre las mujeres al volante o los ancianitos que cruzan a paso de tortuga los pasos de cebra. En tal caso, sólo cabe azuzar al energúmeno para que se desahogue y aporte su personal opinión sobre toda clase de temas con el fin de enriquecer nuestro vocabulario malsonante para utilizarlo cuando estemos al volante de nuestro vehículo particular.

El que no se consuela es porque no quiere, y si es periodista va un día y se desfoga, aclarando previamente que cuando habla de los taxistas en general sólo se refiere a algunos en particular. De los otros particulares, educados, aficionados a la música clásica, que llevan el coche como una patena y con el aire acondicionado a tope, no habla nadie, pero haberlos, haylos, aunque mis compañeras no crean en ellos.

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