Quisicosa caballar
Las mal llamadas corridas de rejones la verdad es que no acaban nunca de desvelar su fundamento, y si son como las de esta función ferial aún menos. La quisicosa caballar tendrá su intríngulis mas tan profundo que requiere sesuda investigación.
Se empieza por el público, pura paradoja. El público de las la mal llamadas corridas de rejones es apasionante motivo de estudio para los especialistas en sociedades civiles y comunidades de vecinos. Suele ser público que no va nunca a las corridas de lidia ordinaria y si se les pregunta, la mayoría explicará que es ecologista, está a favor de los toros y no soporta que los piquen. Y, sin embargo, se pasa aplaudiendo entera la mal llamada corrida de rejones sin percatarse de que toda ella consiste en pegarles a los toros rejonazos metiéndoles en el cuerpo unos hierros así de largos. Y cuanto más furibundos arrean los rejoneadores sus rejonazos, mayor júbilo le entra al público específico de la mal llamada corrida de rejones.
Los rejoneadores, los rejonazos, la mal llamada corrida de rejones y la madre del cordero: que castigo, dios.
De eso hubo en la función ferial, la verdad es que no muy brillante por causas ajenas a la voluntad de la casa. Los sinos y los mengues, ya se sabe. Los toros, además, padecían flojera y, de repente, daban con sus huesos en la arena. No se crea que estas penosas deficiencias locomotrices inducían a la piedad de los rejoneadores y del público amante de los animales. Por el contrario en cuanto el toro se incorporaba a los rejoneadores se les encendía el alma bravía, se lanzaban a galope tendido a la caza del inválido y le metía un rejonazo o un banderillazo, que lo dejaban lamentando haber nacido.
Tuvo una actuación opaca el ya veterano Luis Domecq y además ke faltó precisión al clavar. En cambio su hermano Antonio, vibrante caballista, templado en la labor de encelar, banderilleó muy bien en corto y por derecho. Sergio Galán fue el rejoneador de la espectacularidad, no exenta de buena técnica, que es lo que da la sal a la vida y a la exhibición ecuestre. Y en esa línea estuvo asimismo Diego Ventura, sin tanta seguridad y acierto, pero sacando partido a su excelente doma. La que armó después de matar a su toro, poniendo a bracear al caballo, piafando, levantándolo de manos, para calentar a las masas e inducirlas a que pidieran la oreja, fue digno de una antología. Nadie la pidió, pero no por nada, sino por los imponderables.
Concluida la actuación de cada cual, entraron en colleras y por servidor como si se operaban. Las quesiqueses de las colleras aún explican menos la contradictoria sensibilidad del público habitual de la mal llamada corrida de rejones, salvo que sea surrealismo. Pues la superioridad del caballo sobre el toro, que además tiene los cuernos salvajemente aserrados, se duplica; y si antes era un caballista (con su caballo) el que se enfrentaba al toro, ahora son dos los que le atacan, y el pobre toro, corrido e indefenso, no sabe por dónde le vienen los tiros.
Llega la parte intolerable de la quisicosa caballar y, salvo que se sea adicto a la mal llamada corrida de rejones, lo propio es cambiar de tema. Y lo había en Las Ventas entre los aficionados presentes (unos cuatro): lo de José Tomás el día anterior, que traerá cola. No se hablaba de otra cosa, ni en la plaza de toros ni en los mentideros de la villa.
Lo de José Tomás carecía de precedentes y de ahí la que se armó. Pero no porque le echaran el toro al corral sino por la desfachatez de fingir que no quería matarlo siendo lo cierto que no podía tras haberlo intentado a mansalva convirtiendo al animal en un acerico. Ni medio minuto faltaba para el tercer aviso cuando Tomás desistió de descabellar pero mandó a sus peones que marearan al toro dándole vueltas para tirarlo. O sea, una taimada estratagema, una bochornosa falta de torería, una intolerable falta de respeto al público. Y ahora se vienen los áulicos, conque Tomás no quiso matar al toro, conque así es su personalidad exquisita... Venga, ya: a otro can con ese hueso.
Efectivamente, de eso se habló, entre otras razones para no aguantar las colleras, capítulo oprobioso de esa función extraña mal llamada corrida de rejones.
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