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De Mundo a Kempes, de Claramunt a Mendieta

Miguel Ángel Villena

Cuando los chavales de los años setenta acudíamos a Mestalla, escuchábamos de nuestros padres el relato de las proezas de la delantera eléctrica. Muchos crecimos con aquel estribillo que, al igual que los cromos de futbolistas que cambiábamos en el colegio, se nos quedó grabado en nuestras memorias de adolescentes. Las glorias deportivas de Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza estaban tan asociadas a la posguerra como las cartillas de racionamiento, el estraperlo o los cines de sesión continua. Es más, aquellos jugadores fueron el lado amable y gozoso de una época de plomo. Por eso, las generaciones de niños de los años cuarenta mantuvieron la nostalgia de aquel Valencia triunfador de la delantera eléctrica. No sólo por añoranza de la infancia, sino sobre todo por la esperanza en tiempos mejores.

Hubo que esperar un par de décadas para que renaciera la ilusión futbolística de nuestros padres. Los turistas comenzaban a llegar, el país se llenaba de 600 y los televisores sustituían a los aparatos de radio como altares de la vida doméstica. Entretanto, Valencia había dejado de ser un pueblo grande, rodeado de huerta, para convertirse en una urbe caótica donde los bloques de cemento y las industrias aplastaban los cultivos. En el fútbol comenzaban a pagarse contratos millonarios y los domingos sonaban irremediablemente a carrusel deportivo.

Una calurosa tarde de la primavera de 1971, las calles de Valencia aparecieron desiertas mientras estridentes voces de locutores narraban, desde multitud de balcones abiertos, las peripecias de una última jornada de Liga de infarto. Una carambola de resultados favorables permitió al fin que el Valencia se alzara con un campeonato que no había ganado desde 1947. La euforia estalló y abrió un nuevo capítulo de la historia valencianista. Los nombres de Abelardo, Aníbal, Antón, Claramunt, Poli, Paquito o Forment ocuparon el lugar de la delantera eléctrica en el imaginario colectivo. Pero la alegría duró poco en un club que ya consolidaba una bien ganada fama de irregular y de indolente, de ser capaz de vencer al Madrid o al Barça, pero que se revelaba impotente para ganar a equipos modestos. Ni siquiera la época dorada del argentino Kempes, el matador, pudo rescatar al Valencia de puestos anodinos en la clasificación liguera. Una afición que entonaba, con más corazón que cabeza, aquello de 'ya tenemos equipo', tuvo que conformarse con saborear alguna Copa del Rey o la Recopa europea de 1980 como premios de consolación.

Llegó el declive inevitable de la quinta del Matador -que reunió a jugadores como Arias, Tendillo, Bonhoff, Saura o Subirats- y se produjo el apagón. Ante la incredulidad de una afición que asistía resignada a un desfile de directivas, entrenadores y jugadores que gastaban toda la pólvora en salvas, el equipo descendió a Segunda División en la temporada 1985-1986.

Por fortuna la penitencia apenas duró un año y el club regresó de nuevo a una Primera División en la que había militado desde 1931. Pero poco podían imaginar los niños que tuvieron la paciencia de frecuentar Mestalla en los aciagos ochenta que el cambio de siglo iba a ser testigo de una explosión colectiva. Inspirado por unas directivas que abandonaron la fanfarronería para concentrarse en una tarea a largo plazo, alentado por un entrenador serio y competente como Cúper y animado por unos jugadores que apuestan más por el esfuerzo colectivo que por el lucimiento individual, el Valencia CF ha tocado el cielo deportivo de disputar dos años seguidos la final de la Liga de Campeones. Gane o pierda hoy en Milán, el equipo que capitanea Mendieta será recordado durante generaciones como parte de esa memoria sentimental que el fútbol representa para mucha gente.

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