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Los llantos del Lliure

El coro de plañideras no cesa. Venimos asistiendo en los últimos días al ritual necrófilo moralista ofrecido por un puñado de articulistas que a costa del Lliure pontifican sobre la indignidad de los políticos, las envidias del gremio y los méritos de la víctima (en ese caso el Lliure). En la búsqueda de responsabilidades del pretendido genocidio artístico, no podían faltar las acusaciones al teatro privado, que unas veces es citado en términos generales y otras con nombre y apellido como es mi caso en el artículo de Marcos Ordóñez (EL PAÍS, 7 de abril). Sin venir a cuento, don Marcos me señala como una de las empresas privadas 'chupópteras' de fondos públicos y me acusa de ser 'otro de los que más han clamado contra el Lliure'. Lamentablemente, como ocurre siempre ante una falsedad impresa, uno no tiene más posibilidades que otorgar callando o tratar de restituir la autenticidad perdiendo su tiempo en escribir estas líneas, lo cual ya significa de antemano una actitud a la defensiva porque, además, la demagogia utilizada en esta ocasión me obliga a defenderme con unas razones que hubiera preferido no exponer públicamente.

Aun así, no me da la gana dejar que la invención malintencionada tome carácter de realidad. Empezaré por lo último, preguntando: ¿que ha hecho mi acusador por el Lliure, aparte de expresar buenas palabras? Lo planteo llanamente porque un servidor tiene mucho que ver con la construcción del Palau de l'Agricultura debido a las gestiones que realicé ante el entonces ministro de Obras Públicas José Borrell, cuya aportación económica fue decisiva para el proyecto. Mis buenos oficios fueron tan esenciales que, de no haberlos hecho, seguramente hoy no existiría el edificio y, obviamente, el motivo de la polémica (los incrédulos pueden informarse con Josep Montanyès o el citado ex ministro, que les ratificaran los pormenores del asunto). Pero ello no acaba aquí, sino que dediqué buena parte de mi tiempo a otro tipo de gestiones, mientras formaba parte de la comisión del Lliure que estudiaba unas formas de vialidad para la nueva sede. Comisión que, por cierto, Lluís Pasqual terminó dinamitando al hacerse nombrar comisario de la Ciutat del Teatre por Maragall. O sea, que mi contribución desinteresada en la excelsa causa del Lliure, con la que según algunos articulistas todo ciudadano catalán parece tener una obligación ineludible, está más que demostrada. Si a ello añadimos el prestigio que les reportó Operació Ubu, queda patente que el señor Ordóñez intenta falsificar, además de mis razones, la objetividad de los hechos. Otra cosa muy distinta es que yo exprese la opinión personal sobre la necesidad de reconvertir en organismo público una fundación privada que pretende recibir tanto dinero del contribuyente, amparando una iniciativa teatral hoy muy diluida.

También me parece intolerable que Marcos Ordóñez trate de exigir determinados privilegios para el Lliure a costa de colocar Els Joglars entre los que viven también del erario publico. Esto, aparte de ser mentira, tiene un componente de cinismo al expresarlo alguien que profesionalmente debería estar informado. En el asunto del Lliure, he tenido hasta la fecha el pudor de no establecer comparaciones con nuestra forma de trabajar, pero ya que para desmentir tamaña falsedad se me obliga a ello, aprovecho la circunstancia para afirmar que, sin el dinero de los contribuyentes, Els Joglars han demostrado a lo largo de 40 años cómo se puede crear un teatro genuino de gran nivel técnico, contenidos atractivos y formas innovadoras. Aunque comprendo que nuestro ejemplo resulta muy molesto para los que sólo pisan la escena si la Administración se hace cargo de las pérdidas.

En 1973, cuando aún no existía el Lliure, girábamos ya por Europa con Mary d'Ous, una obra construida bajo las dificultades de la dictadura y obviamente sin un duro de subvención. Nuestras temporadas en Madrid y Barcelona se hacían a porcentaje con la empresa y nos ganábamos la vida. Desde entonces las cosas no han variado sustancialmente. Hoy, Els Joglars es una compañía con 24 nóminas, y sólo el 9% de su presupuesto es dinero público. Vivimos de nuestros altos índices de espectadores, conseguidos con unos productos muy cuidados, que sólo se renuevan cuando hemos amortizado la inversión inicial. Cierto que eso significa una dosis considerable de riesgo, pero es el mismo que atenaza a cualquier empresa actual. ¿Por qué deberíamos tener mayores privilegios? ¿Simplemente porque producimos cultura y nos consideramos élite? Quizá todo se reduce a una cuestión de dignidad. Jamas hemos lloriqueado públicamente nuestras dificultades económicas, no hemos amenazado a ninguna institución con el cierre y hemos sobrevivido a pesar de tener al Gobierno autónomo tratando de anularnos. Los montajes se financian con créditos y coproducciones que se restituyen hasta el último céntimo y nuestra sede de Pruit se pasa media producción hipotecada. Pero tampoco significa ninguna tragedia; es la realidad de la mayoría de nuestros conciudadanos, que además practican un trabajo mucho menos divertido que el nuestro. Ciertamente, no tenemos una fundación con vacas sagradas que actúan de lobby. Somos simplemente artistas.

Al Lliure se le regala un teatro de 6.000 millones de pesetas y tiene otros 200 anuales de subvención; ¡pues estupendo!, así parte con todas las ventajas. Si nosotros hemos conseguido el fervor del público sin esas prebendas, ellos tendrían que llegar mucho más lejos y deberían sentirse felices con tales privilegios. Con sólo la mitad, nosotros pereceríamos de gozo, pues -no vamos a ocultarlo- al resto del gremio lo hemos envidiado siempre noblemente, sobre todo cuando los acreedores han sido implacables con nosotros y el Lliure ha conseguido que las administraciones pagaran sus deudas millonarias (36 millones la última). Seguramente, ese trato de favor que les ha permitido trabajar sin riesgo es el que ha provocado la crisis actual. Ahora la coacción es clara: sin más dinero no hay teatro. Bajo un concepto tan pragmático, la historia del arte se reduciría a un par de fascículos. En definitiva, ¿dónde están los artistas en tan polémico episodio? ¿Aparecerán cuando se pongan 1.000 millones sobre la mesa? Perdonen, pero me huele a chamusquina.

Albert Boadella es director de Els Joglars.

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