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Crítica:A PIE DE OBRA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

'Femme fatale' en el TNC

Marcos Ordóñez

- Usted tiene ojos de mujer fatal. No entiendo el enorme prestigio de Lulú. Vista ahora, en el Nacional (y, si quieren, en el Almeida de King Cross: acaba de montarla Jonathan Kent), la tragedia-monstruo de Wedekind no me parece muy distinta de cualquier novela sicalíptica de Hoyos y Vinent, de El caballero audaz, de cualquier autor libertino español de la década de 1920. Rizando el rizo: parece una novela de Jardiel (mitad Amor se escribe sin hache, mitad Once mil vírgenes), pero sin los chistes. De acuerdo; a principios de siglo armó una escandalera más que comprensible. Recién entrados en el XXI, predomina una sensación de aburrimiento, de longitud excesiva (tres horas). De que esa historia -es el problema de los precursores- te la han contado mejor los que vinieron después de Wedekind. Quizá (luego volveré a eso) sea mi problema, y Lulú no me haya dicho lo que yo quería oír. ¿Con qué me quedo? Digámoslo de entrada: con Laia Marull, que ofrece (seductora, vital, poderosa) un auténtico recital como Lulú; aguanta sobre sus espaldas toda la función, las tres horas. Y, dentro de un reparto dignísimo, los personajes y las interpretaciones de Schigolch, el padre (Joan Anguera), y la lésbica condesa Martha Von Geschwitz (Mia Esteve).

El texto presentado en el Nacional, en traducción de Feliu Formosa, es un pastiche. Un pastiche de Zola (Nana), de Strindberg (el episodio del pintor Schwarz, embebido en la sangre de Acreedores), de vodevil negro (la historia del protector Schöning y su hijo Alwa), de novela cosmopolita y decadente (el episodio parisiense), y, al final, de melodrama victoriano con la colaboración estelar de Jack el Destripador como deus ex machina. Demasiados tonos, demasiadas historias y demasiados clichés. Sobre todo en la segunda parte, en París, una pintura de los altos fondos, que diría Jardiel, donde la narración se embarulla y se empantana con chantajes, crímenes, prostitución y corruptelas varias. No, no es La hija del capitán de Valle-Inclán. Es casi una serie B de Robert Aldrich, con Esteve Ferrer, el caballero de Casti-Piani, a caballo de Sidney Greenstreet y Victor Buono. Sí, esa película también la hemos visto.

- ¿Y tú la quieres fiel? Lulú funciona por lo que podríamos llamar el efecto espejo. Dices Lulú y no ves el texto de Wedekind; eso en realidad no importa, sino todo lo que vino después, desde Louise Brooks hasta la Valentina de Guido Crepax. Un texto devorado por su propio mito. Dices Lulú y te dicen: una perversa, una destructora de hombres, miss Caja de Pandora. Y no, se destruyen solos, pobrecitos. En la primera parte, Lulú quiere vivir su vida como si siguiera el precepto de Montaigne: 'Il faut se prêter aux autres et se donner à soi-même'. Hace lo que le han enseñado: usar su cuerpo, su atractivo. Y se aburre, se aburre mucho. Cuando ya no puede prestarse y se ve obligada a vender, cae. Una historia vieja como el mundo.

El espectáculo: muy buen nivel. Todo muy sólido. Muy digno. Pero yo esperaba otra cosa, pensando en la maravillosa 'reinvención' de Guys & Dolls que hizo Gas. En Lulú había, hay, el barro ideal para construir una nueva muñeca. Algo parecido, pongamos, a lo que hizo Godard en Vivre sa vie, su propia relectura de Nana. (Lo intentó aquí, por cierto, Martínez Lázaro, en la fallida Lulú de noche). Demasiada fidelidad le veo a éste montaje. Y Lulú pide traición, adulterio, saltar de cama en cama. Sí, el montaje tiene buen ritmo, y el reparto está muy bien. David Bages como Alwa, Santi Ricard como el pintor Schwarz... Pero hay retórica. Un tono un poco antiguo, un poco subido. Problemas de la Sala Gran, que obliga, parece, a una cierta afectación en la dicción. Y Víctor Valverde (Schöning), tan galán maduro, tan en la línea de Enrique Navarro... Y el decorado de su casa, que parece sacado de La muerte en vacaciones... ¿Por qué tuve la impresión de que Mario Gas estaba reviviendo en Lulú el teatro que le gustaba de pequeño? Si le quitamos los desnudos, las escenas de sexo, su montaje podría firmarlo Luis Escobar. Y la parte final, en Londres: puro José Luis Alonso. Todo muy bien trabajado. Pero lejano. Muy lejano.

- Schigolch y la condesa. Se me fue la cabeza. Hacia otros personajes; suele pasarme. Disfruté con Laia Marull, con su entrega, con su fuerza; no con Lulú. Se me iba la cabeza hacia Schigolch, el padre. ¡Él es la Super-Lulú, la auténtica salamandra, el que pasa por todos los fuegos! El protocorruptor. El más amoral, el único que sobrevive. ¿No es esa una elección muy significativa, herr Wedekind? Un Humbert-Humbert del arroyo, sin el menor sentimiento de culpa. Si Lulú fuera una serie de televisión, habría que hacer un spin-off llamado Schigolch. Fassbinder lo hubiera hecho de maravilla. Schigolch es un monstruo pre-brechtiano, que Joan Anguera interpreta como si fuera el Zorro de Pinocho, con las maneras (y el bombín) del señor Doolitle de Pygmalión y el alma negra de un Baal sobrevivido. Si Baal no hubiera muerto en el claro del bosque, sería Schigolch, la bestia que acude a la llamada de la pólvora. Gran personaje, herr Wedekind.

Y la condesa. La pobre condesa Von Geschwitz. Otro personaje que pide una obra entera. En Ancho mar de los Sargazos, Jean Rhys convertía en protagonista a la señora Rochester de Jane Eyre, la loca encerrada en la torre, la responsable del incendio final. Nos contaba Jean Rhys toda la vida anterior del personaje, su pasado de criolla libre y salvaje en la Martinica. Cuando vi aparecer de nuevo a Mia Esteve, la condesa, en la buhardilla de Londres, la cabeza se me fue hacia ese hueco del texto, esa incomprensible elipsis. La habíamos dejado en París, todavía cubierta de joyas, dispuesta a llevarse a un hombre a la cama sólo porque Lulú se lo pedía. Y en el último acto nos la encontramos loca de amor, cubierta de harapos como Adèle H., a los pies de su catre. ¡Esa sí que es una caída con todas las de la ley! ¿Qué pasa entre París y Londres? ¿Por qué no nos contó usted eso, herr Wedekind? No me diga usted que, entre tanta versión y revisión, se le fue de las manos la obra. A veces pasa, ¿verdad?

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