Golpes más largos, más altos, más rectos
Los golfistas profesionales rompen todos los récords aprovechando al máximo las nuevas tecnologías
Hubo un tiempo, no hace mucho, en que, cuando un golfista que no fuera Tiger Woods encadenaba birdie tras birdie y ganaba algún torneo, la gente, admirada, le preguntaba: '¿Quién es tu guru, Leadbetter o Harmon?' o '¿has cambiado de maestro?' o, como mucho, '¿esto es gracias al psicólogo, a Bob Rotella, el que entiende la mente de las estrellas?'.
Tiempos dichosos: el éxito se le adjudicaba al factor humano.
Tiempo pasado.
Bienvenidos al siglo XXI. Era de la supertecnología. Los viejos récords caen uno a uno y todas las semanas. Woods, extraordinaria noticia, no está detrás de ninguno de ellos. Los protagonistas son gente como Mark Calcavecchia, viejo revivido capaz de terminar 72 hoyos en sólo 256 golpes, o Joe Durant, habitual jornalero que hace una semana terminó un torneo de 90 hoyos con -36, o Davis Love, que se marcó hace tres semanas la tacada de birdies o eagles más larga desde hace 24 años: -8 logró en los siete primeros hoyos de la cuarta ronda de Pebble Beach.
Y a la gente les responden primero, cuestión de educación: 'Es que todos queremos emular a Woods y, para alcanzarle, hay que salir a comerse el campo, a pensar sólo en birdie'. Y luego se sinceran: todo es un asunto de bolas. También de palos. Y de nuevas técnicas agrícolas que han creado hierbas extraordinarias que convierten las calles en alfombras y los greens en tapetes de billar.
Los avances tecnológicos en la fabricación de los palos no son novedad. La década de los 90 fue la de la definitiva desaparición de las maderas de madera, de caqui o nogal -los palos de mínimo punto dulce, pero de máximo placer y precisión al acertarlo-, desplazados por las maderas metálicas, titanio y otros materiales ligeros y duros, de amplísimo punto dulce, toda la cara, mínimas posibilidades de error, más distancia, más igualdad.
Ahora se habla de un trampolín, el driver ERC II de Callaway y su famoso efecto muelle. El palo más polémico: permitido en Europa por los tradicionales puritanos del Royal and Ancient (el senado con base en Saint Andrews, Escocia, que fija las reglas del golf en el Viejo Continente) y prohibido en Estados Unidos por los tradicionales puritanos del USGA, los legisladores del otro lado del Atlántico, que lo consideran una ventaja ilegítima. Y todo porque permite alcanzar varios metros más con el mismo esfuerzo.
Metros, metros, siguen pidiendo los jugadores normales, aquellos acomplejados por la irrupción de Woods, su flexibilidad, su potencia y su largura. Piden metros y se preparan para ganarlos. Pasan el invierno haciendo pesas en el gimnasio. Cuidan su alimentación, dejan el alcohol y el tabaco. Se hacen deportistas. Se entrenan y se entrenan. Y siguen cortos. Pero la tecnología tienen respuesta para sus peticiones. Cabezas nuevas; varillas nuevas, aleación de acero y grafito, precisión, feeling, distancia y control perfectamente equilibrados y, sobre todo, bolas nuevas.
La última revolución, la más sorprendente, es la que afecta a la esfera de 4 centímetros y una cuarta de diámetro y 50 gramos de peso, la bola acneica, con más de 300 hoyuelos y una velocidad máxima de 76 metros por segundo, que es, en el fondo, la protagonista del juego.
Hace 600 años los holandeses la empezaron a fabricar metiendo el contenido en plumas mojadas de un sombrero de copa en un pequeño bolsillo de cuero. Lo cosían, dejando vistosas cicatrices, y lo ponían a secar. Las plumas se expandían, el cuero se encogía. Su dureza era proverbial. La bola de plumas se usó hasta el siglo XIX, que se empezaron a hacer de gutta percha, un látex malayo. Lisas, sin costuras, más bonitas y más cortas, alcanzaban menos distancia. Cuando se dieron cuenta de que era por la falta de rugosidad empezaron a darles martillazos, primer antecedente de los hoyuelos actuales. Y cuando la ciencia aerodinámica se desarrolló encontraron una explicación científica: la bola con hoyuelos vuela mucho más que la lisa sencillamente porque reduce la resistencia del aire a su avance creando una capa de turbulencias que la rodea y avanza con ella.
La evolución partió de esa ley y la revolución llegó con la química, con la aparición de nuevos materiales, más duros, más finos, más moldeables. La última bola es la Titleist Pro VI, hecha con un sólido y gran núcleo de goma y con una cubierta de eslatómero de uretano (todo plástico), con la apropiada cantidad de hoyuelos (más de 300, menos de 500) en forma de icosaedro, con la ideal proporción entre su profundidad (menos hondos, vuelo más alto) y su tamaño (más grandes: vuelo más bajo), una bola que se deja hacer de todo (girar a 3.100 revoluciones por minuto cuando es golpeada con el driver y a 6.700 con el wedge), que vuela como teledirigida, que se frena en seco en el green y que ha inspirado a Calcavecchia, uno de los conversos que la utilizan, como Love y Durant, a estas cimas poéticas cuando describe sus características: 'La bola vuela y vuela, eterna, parece que esté colgada en el aire; su despegue es menos empinado, más plano, más recto, con menos arco. Tengo 40 años y, evidentemente, no estoy más fuerte o en mejor forma que hace 20 y, evidentemente, estoy golpeando a la bola más largo que nunca en mi vida. Y no hablo de un metro o dos, hablo de 10 o 12'.
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