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Reportaje:SAN AGUSTIN (CÓRDOBA) | PLAZA MENOR

Beatillas y dominicos

El cielo está cubierto en Córdoba pero no llueve, de modo que tras un tardío desayuno acompañado por la lectura del periódico, el ocioso dominguero y la compañía deciden dar un paseo, ni muy breve ni muy largo, para visitar una de las plazas y alrededores que no se suelen destacar en las guías turísticas, aunque sí viene en los mapas: la Plaza de San Agustín y su entrada de las Beatillas.

Como le coge cerca la clásica Plaza del Potro, decide salir desde allí y empieza a subir por Carlos Rubio, luego sigue por la calle Gutiérrez de los Ríos e Isaac Peral y ya en la calle Ocaña, se detiene un momento para tomar resuello. Piensa que el nombre del ciclista escalador le viene bien a esta vía y que el poeta no estuvo aquí cuando escribió aquello de 'Córdoba la llana'. Menos mal que todo tiene su recompensa y ya estamos en la plazoleta de Las Beatillas donde, doblando la esquina, se ve una plaza grande, rectangular, con iglesia y convento al fondo. Es la que se pretende visitar.

La sor encargada de la compra era tan pequeña que le decían La Beatilla, y con ese nombre se quedaron monjas, plazuela, convento y taberna

Pero antes, como la ascensión aunque suave ha sido un poco prolongada, no pueden ni el visitante ni los amigos por él comprometidos dejar de caer en la tentación y entran en la taberna llamada de las Beatillas, una de las más antiguas de la ciudad, fundada a finales del 1800, como después de servir el obligado Moriles, cuenta su dueño Antonio Sánchez que regenta el establecimiento desde hace once años.

También les narrará este amable cordobés a qué se debe el nombre de la plazoleta y el local: 'Había aquí un convento de monjas, en esta misma plaza, y la hermana que se encargaba de hacer la compra no levantaba dos palmos del suelo. Total, que era tan chica que la gente le llamaba La Beatilla y con ese nombre se quedaron monjas, convento, plazuela y taberna'.

Dentro de este amplio local se acoge la peña taurina Manolete y otras dos más. Si tiene suerte en su visita, conocerá a don Rafael Acevedo Toscano que a sus 78 años conserva buena presencia y memoria.

Delante de una copa de saludable vino tinto les contará que esto fue al mismo tiempo taberna, piconería, corral de vecinos, baile de fin de semana, cuadra, venta de vinos y un montón de cosas más, como que la plaza de San Agustín fue hasta no hace mucho mercado de abastos al aire libre; allí los pescaderos, verduleras, carniceros y artesanos remendones y que un día en que las nubes estaban bajas y el viento de poniente las hacía correr más que de costumbre, estando el mercado lleno, un bromista se puso a gritar: '¡que se cae, que se cae el campanario!'. El efecto óptico era terrible, como podrá comprobar el visitante, de manera que todo el mundo salió corriendo y los puestos quedaron abandonados, circunstancia que más de uno aprovechó para mejorar su índice nutricional y aún la economía.

Echan de menos este fogonero retirado y su amigo Francisco Jiménez los ratos de juerga y las calles con gente en la puerta de la casa en las noches templadas, pero dicen que la zona es tranquila y sin conflictos. Recuerdan al Marqués de Viana, caballero de capa y sombrero y las visitas al local de Chano Lobato, Paco Toronjo, Chiquito de la Calzada y La Terremoto entre otras celebridades.

Como ya se han convidado salgan a la barra de nuevo y pidan cualquiera de las tapas: rabo de toro, potaje, carne, fritos, chacina, queso o aceitunas. Todo está en su punto, así que sin abusar tome algo, despídase y comience la segunda parte de la visita.

Es la plaza rectangular y simétrica bordeada de bancos de hierro fundido. En el centro: el busto dedicado al cantaor cordobés Román Medina y al fondo la fachada renacentista, que tapa la gótica primitiva de la iglesia de San Agustín. Por eso escribió Antonio Gala: 'Iglesia gótica vestida de carnaval'.

La fachada, tres puertas, ostenta escudos heráldicos y el del corazón agustino al igual que, tallado en piedra, el obispal, pero lo que más llama la atención es el campanario plano, de ladrillo visto, altísimo; parece estar inclinado hacia la plaza. Cuando se mira puede explicarse el curioso la anécdota antes mencionada, y es que parece que, en efecto, se va a caer.

La iglesia está cerrada al culto por restauración pero no se amilane y llame a la puerta del convento, le recibirá el prior dominico -antes había agustinos pero por muchas causas ya no están- don Miguel Angel Vilches que le mostrará la impresionante iglesia ahora un tanto desangelada por las obras y los andamios de los pintores.

Por el amable anfitrión sabrá que la iglesia gótica se comenzó a construir en el siglo XIV bajo el reinado de Alfonso XI, rey mecenas, que la reforma del Concilio de Trento en los siglos XVI y XVII hacen aumentar el número de imágenes tanto en retablo como en tallas y pinturas de bóveda y murales, cosa a la que se dedicó con ejemplar ahínco fray Pedro de Góngora a partir de 1.633, encargando la profusión de frescos a Juan de Ochoa, y Francisco Gutiérrez, una fuente central a Francisco de Ochoa y dos órganos de Juan de Alcalá.

Es increíble y, por tanto, se queda grabado en la memoria ver una iglesia de construcción gótica, con restos de arcos mozárabes, hoy tapiados, policromada tan ricamente y con tal empeño que no hay un centímetro cuadrado en sus bóvedas y cúpulas, salvando las nervaduras, sin un fresco. Ni en las paredes desgraciadamente deterioradas por la humedad y las acciones del hombre. Desde los incendios hasta la utilización de las tropas napoleónicas para cuadras y depósitos de munición y otros avituallamientos propias de los ejércitos.

Después de visitar la pequeña capilla donde, por ahora, hay culto, y el claustro y huerto del convento donde el prior les invitará a unas naranjas o unos pomelos auténticamente ecológicos la visita ha concluido. Baje hacia el centro con los apetitos del cuerpo y el alma más que saciados. Tan ensimismados por lo visto, oído y comido que olvidan devolver el saludo a un señor con chilaba, alfange y turbante que ha dicho 'Salam' a vuestro paso.

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