Versión redonda
Consiguió René Jacobs un objetivo primordial y difícil: hacer perceptible el encanto específico e irrepetible de una partitura. Su Orfeo y Eurídice gozó de los atributos particulares que a esta ópera le ha otorgado la historia, sin hurtarle por ello los rasgos generales que le corresponden por época y estilo: energía, transparencia y racionalidad dieciochesca. Jacobs tuvo buen cuidado en darle a la orquesta y al coro el papel que la reforma operística de Gluck demanda, convirtiéndolos en protagonistas esenciales del espectáculo y haciendo que el texto apareciera como elemento conductor de la expresión musical. No eran otras las pretensiones del compositor ni de Calzabigi, autor del libreto. René Jacobs, famosísimo contratenor, conoce bien el repertorio vocal del XVIII, y controla la actuación de los cantantes. Pero al dirigir trasciende este aspecto y asume las metas que Gluck se propuso para transformar la ópera de su tiempo: era necesario entonces conseguir unidad de texto y música, darle un papel decisivo a la orquesta y al coro, reestructurar las formas y contener el exhibicionismo vocal. Ya en la obertura del primer acto, la orquesta sugirió el ánimo agitado de un Orfeo que no acepta la muerte de Eurídice. Otra prueba del protagonismo orquestal se hizo patente en la puntuación del diálogo entre los dos amantes, al principio del tercer acto. O en la sugestiva forma de apagarse el timbal al finalizar el segundo: Jacobs sabe convertir en música la teoría y la práctica de un compositor. Al margen de la fidelidad filológica, que está en la base de su reputación internacional (instrumentos originales etc), quizás el gancho como intérprete resida en ello.
No contó, sin embargo, con solistas poderosos, aunque sí sabían cantar. Cantar y decir el texto, lo cual, si resulta básico en todos los casos, todavía lo es más en un compositor que teorizó su importancia.
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