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¿Después de Niza, qué?

El proceso de construcción europea ha tenido ciertos rasgos comunes desde sus inicios. Posiblemente la primera de las características presentes en el proceso consista en que aquello que se construye no responde a un modelo definido y previamente establecido. Frente a una cierta concepción inicial de Monnet y el resto de los padres fundadores, se impuso el pragmatismo y el deseo de no ir más allá de lo necesario para crear un espacio económico común. Los Estados sólo están dispuesto a hacer las cesiones de soberanía imprescindibles para conseguir sus objetivos de progreso económico. Una segunda característica consiste en que el proceso de construcción europea es precisamente eso, un proceso, en el que confluyen tal cantidad de posiciones y de tradiciones jurídicas que no resultan de extrañar las dificultades para avanzar. Ahora bien, las necesidades de consolidación del espacio económico común han ido produciendo avances tanto en el ámbito territorial -en estos momentos hay en la Unión nueve países que no fueron fundadores y hay doce, trece si incluimos a Turquía, llamando a las puertas- como institucional. Cualquier reforma de los tratados siempre ha sido realizada para resolver problemas inevitables, pero la solución de los problemas siempre se conseguía profundizando en la institucionalización y ampliando el campo de las políticas de la Unión. Buen ejemplo constituye lo ocurrido con la política de cohesión, que no responde a un ejercicio de solidaridad por parte de los países del Norte, sino a una exigencia si no se quería que la política de convergencia económica aumentara las desigualdades entre países y provocara inestabilidad.

Hasta ahora, todas las reformas de los tratados han respondido a estos principios de ampliación territorial o de profundización en la institucionalización. Así ha ocurrido desde 1965 con el Tratado de Fusión, los Tratados de Luxemburgo y Bruselas en los que se concedían poderes presupuestarios al Parlamento Europeo o la importante reforma de 1976 en la que se dispuso la elección del Parlamento por sufragio universal. A partir de los ochenta el proceso se acelera de forma considerable. Así, los Tratados del Acta Única Europea de 1986, Maastricht de 1992 y Amsterdam de 1997 constituyen unos avances en favor de una Unión con un contenido cada vez más político. En estas reformas, quedaban tareas pendientes que se encomendaban a posteriores revisiones que eran preparadas en las conferencias intergubernamentales. Así, tras el Tratado de Amsterdam quedaron tareas pendientes, indudablemente la más importante la necesidad de realizar adaptaciones institucionales para una ampliación. La reflexión era acertada: las reglas establecidas para una Comunidad de seis difícilmente funcionan en una de quince, pero es imposible que funcionen para futuras ampliaciones. Era necesario que se introdujesen reformas que afectaran al funcionamiento de la Comisión, el Consejo y el Parlamento. Nuevamente se produce la regla de lo inevitable. Si se quiere la ampliación, es necesario reformar. Y si se han de reformar los tratados se resuelven los problemas relativos al hecho de que la UE no haya suscrito la Convención Europea de Derechos Humanos, mediante la elaboración de una Carta, y se solucionan los problemas relativos a la elaboración de nuevas políticas mediante el reforzamiento del sistema de cooperación reforzada.

En este punto, permítanme un excurso sobre el panorama político europeo actual. Durante las grandes reformas de los años ochenta y primeros noventa el escenario europeo estaba ocupado por grandes líderes (Felipe, Kohl, Mitterrand) que tenían un proyecto europeo y un presidente de la Comisión (Delors) que hacía de mascarón de proa, precisamente porque gozaba del apoyo de esos líderes. Nada de eso ocurre ahora y los presidentes de los respectivos gobiernos no sólo se dedican a dar cada paso pensando en salvar la cara ante sus parlamentos y la opinión pública nacional, sino que humillan constantemente al presidente de la Comisión, Romano Prodi. Especialmente patética resulta la imagen de Aznar, aquejado de un congénito complejo de inferioridad respecto de Felipe, preocupado por ello de presentarse como obtenedor de más cosas que las que consiguió su predecesor.

Con este panorama pocas esperanzas cabía esperar del Consejo de Niza, pero el resultado supera las más pesimistas previsiones. Por hacer un resumen, ningún progreso en materia de nuevas políticas, escasos avances en la desaparición de la regla de la unanimidad y además quizás en ninguno de los campos importantes si se excluye la materia de comercio exterior o la cohesión, y en este caso dilatada en el tiempo, y ello por no hablar del resultado de la Carta Europea de Derechos Humanos. Lo ocurrido en este campo merecería el calificativo de tomadura de pelo si no fuera tan elocuente expresión de la mezquinidad de algunos gobiernos. Tras haberse elaborado una carta en una convención con representantes de los ciudadanos y los parlamentos, el Consejo de Niza se ha limitado a felicitarse por la iniciativa y afirmar que 'la cuestión del alcance de la carta se examinaría posteriormente'. Sólo por ello quedaría justificada la propuesta al Parlamento Europeo de oponerse al tratado que en este diario ha lanzado Vidal Beneyto. Difícilmente es imaginable mayor cortedad de miras.

El centro del Consejo de Niza lo ha ocupado el nuevo reparto de poder y las reglas cara a la ampliación. Tampoco en este campo parece que se hayan conseguido unos objetivos mínimos, con una Comisión y un Parlamento sobredimensionados y sin haber resuelto problemas candentes como es el del uso de los idiomas. Verdaderamente, con las reglas aprobadas en Niza, ¿hay alguien que piense en serio que puede funcionar una Unión de veintisiete miembros?

Y llegamos al tema de los votos en el Consejo. Nuevamente el complejo de Aznar le ha obligado a realizar complicadas operaciones para explicar que él ha conseguido más que Felipe, y a pesar de los esfuerzos y la utilización de gráficos no ha podido ocultar que tras la ampliación España tendrá menos capacidad de veto que en la actualidad, cosa que por otra parte resulta lógica. Y si tal es así ¿para qué dedicarse a complicar la explicación sobre el aumento del porcentaje de votos? Aznar omite que España ha sido el país que pierde el mayor porcentaje de diputados en el Parlamento Europeo, y eso, que es grave, no parece preocuparle. En consecuencia, resultados decepcionantes para el proyecto europeo y ausencia de las ventajas para España. Niza ha supuesto la ruptura de una línea de profundización en la institucionalización política que habían marcado los anteriores tratados.

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Visto el fracaso de Niza, podemos concluir que se trata del fracaso del método intergubernamental en el que algunos mediocres se mueven como pez en el agua, y no resulta extraño que en el futuro se imponga el método de la convención, es decir de la amplia participación, como método para huir de la mezquindad y la mediocridad. Porque o imprimimos velocidad a esta Europa o el edificio se nos puede derrumbar. O como en el cuento de Alicia, las cosas se mueven tan deprisa que es necesario ir muy rápido para no quedarse atrás.

Luis Berenguer es eurodiputado socialista.

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