La absurda lucidez de la 'performance'
A principios del siglo XXI, ¿se puede seguir hablando de performance? Probablemente sea ésta la pregunta que durante estos últimos días se han estado formulando no sólo los teóricos, no sólo los performers, sino también, y sobre todo, el público participante en Migraciones: proceso y performance, un encuentro organizado por el colectivo de danza La Caldera y la Writing Research Associates que se ha celebrado del 29 de noviembre al 2 de diciembre en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). ¿Se puede seguir hablando de performance cuando los referentes siguen siendo los mismos que hace 20 años, cuando se siguen citando los mismos nombres?Dadá, futurismo, constructivismo, Duchamp, Artaud, Schlemmer, y luego Cage, Cunningham, Kaprow, Klein, Manzoni, Beuys, y tantos otros. Lo que varía tal vez es que, de ser un forma de arte contra el arte, la performance se ha integrado definitivamente, sin conflictos, en un terreno artístico limítrofe con la música, el teatro, la danza, las artes plásticas, pero al mismo tiempo sin ser nada de eso. Es una forma de arte ejecutado por una especie de anacoretas contemporáneos cuyo discurso acaba siendo ético más que estético, cognitivo antes que sensitivo.
Durante las jornadas del miércoles y el jueves se proyectaron vídeos y diapositivas, se habló largo y tendido, tal vez demasiado, de trabajos sobre los que, para hablar en profundidad, es necesario recurrir a la filosofía. Escepticismo, desánimo, tal vez fuera esa la sensación que predominaba entre el público. La sensación de estar hablando todos de cosas diferentes, de técnicas en las que se mezclan las máquinas tragaperras con los ordenadores, con el cuerpo humano, con la ausencia de habilidades concretas. Fue necesario esperar al viernes y el sábado para comprender de un solo golpe la vigencia de la performance, el sorprendente estado de conciencia que genera en el público, ése sí inexplicable, una percepción que te hace mirar de nuevo el mundo, cada objeto, cada acción, sacándolos de contexto y a través del lúcido prisma de la performance.
De entre los performers que se dieron cita en Barcelona, entre los que se cuentan Stuart Lynch, Boris Nieslony, Óscar Abril Ascaso, Lone Twin, Hadass Ophrat y otros que presentaron sus trabajos en vídeo, bastó la performance de Nieslony para sacudir brutalmente la conciencia del público. En torno a un foso del CCCB, el público se asoma a la acción desde lo alto, a través de una rejilla. Nieslony, con una cuerda atada al cuello de la que, como contrapeso, pende una losa que lo ahorca, maneja fotografías de rostros de cadáveres muertos violentamente. Asfixiado, Nieslony se desmaya y queda colgado del cuello, cabe el peligro de muerte. Le queda al público la desconcertante decisión de rescatarlo sosteniendo a peso la losa (¿o está todo previsto, sin riesgos?). La conmoción entre el público alcanza una forma catártica. Una catarsis que es lo que, durante las conversaciones, nadie ha podido o sabido transmitir.
Con todo, la performance estrella de este encuentro, infinitamente menos violenta, la protagonizó, con un equipo de performers seleccionado entre actores y bailarines barceloneses, el artista británico afincado en Dinamarca Stuart Lynch. Se trata de una performance de 24 horas, durante las cuales los performers -Luis Brusca, Carolina Egano, Trinidad G. Espinosa, Janet D. Leipzig, Xevi Dorca, Arnd Miller, África Navarro, Marco Reguero, Mercè Solé, Lizzie Thomson y Cecilia Vallejos- evolucionan por un espacio acotado ejecutando acciones repetitivas. Una cámara va filmando fragmentos de lo que sucede en escena, uno de los performers escribe sus pensamientos en un ordenador que el público puede leer, otro habla, otros bailan, otros caminan por una pasarela con lentitud de danza butoh. Todo ello sumergido en música en la que entra de todo, desde gongs budistas hasta Edith Piaff. Frente a ellos, un público en rotación que también va agotando sus fuerzas de espectador y que súbitamente, casi sin darse cuenta, se integra en la acción, sólo como testigo pero intensamente. Entre el distanciamiento y la absorción median varias horas de contemplación y el progresivo agotamiento de los performers; ceden las barreras y el ejecutante se muestra en carne viva. Fue una comunión de 24 horas que concluyó entre un estruendoso éxito de público.
Es precisamente en la contemplación directa de la performance donde se concreta de pronto el sentido de la pervivencia en amplios circuitos internacionales de este arte extraño, inclasificable. Ver cómo se deshiela un gran bloque de hielo en plena Rambla y reflexionar sobre el ciclo del agua, como hizo Lone Twin, o ejecutar al piano una pieza de música para intérpretes que no saben tocar, como hizo Óscar Abril, pueden parecer acciones absurdas que, como el retrete de Duchamp, se cargan al aislarlas de sentido.
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