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LOS MOMENTOS MÁS DIFÍCILES DE UNA LEYENDA

Puskas, en la estación silenciosa

Los amigos del mayor goleador de la historia recrean su vida antes de su ingreso en un psiquiátrico

Diego Torres

Los días de Ferenc Puskas eran cada vez más silenciosos y de su memoria vacilante emanaba con fuerza la niñez. A los 73 años su gesto más frecuente, en las últimas fotografías, es el de un jovencito sonriente. Dicen los que convivieron con él que adora a los niños y su debilidad son los dulces y los pasteles. Que sus recuerdos se fijaban sobre todo en Kispest, el barrio de su nacimiento, su primer campo de fútbol, su casa. De hecho, cuando regresó a Budapest en 1991, después de la caída del muro de Berlín, fue a Kispest: el barrio obrero de la margen oriental del Danubio. La urbanización de casas bajas con tejados a dos aguas que se alarga en el límite con el campo abierto envuelta por choperas y plagada de viejas chimeneas de la industria del metal se conserva exacta. Ahí empezó a jugar al fútbol. Alrededor del pequeño estadio, demolido en 1958 y vuelto a reconstruir en el mismo emplazamiento. Lo primero que vio Puskas al volver del exilio fueron las cuatro torres de iluminación del nuevo campo. "Ahí estaba mi casa", dijo, señalando la torre que se levanta junto al palco de autoridades.Puskas fue en una época el mejor jugador del mundo. Sin Pelé ni Di Stéfano en el horizonte, antes de ganar tres Copas de Europa con el Madrid en 1958, 1960 y 1966, ocupaba el lugar del primer dios del balón. Desde hace una semana permanece ingresado en el hospital más prestigioso de Budapest. En la sexta planta de un edificio de entreguerras, junto a un pabellón por el que merodean enfermos psiquiátricos de aire apático. El jefe del servicio, el neurocirujano Falud Gábor, tiene prohibido por orden de la familia decir nada del estado de salud del ex futbolista. "Sólo hablará su mujer, Elizabeth", asegura. Pero Elizabeth no aparece. El representante y amigo de Puskas, József Bárcovics, dice que Elizabeth está muy dolida por las informaciones que se publican en España diciendo que Puskas sufre el mal de Alzheimer y que se está muriendo en la indigencia. "Nada de eso es cierto", rechaza.

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Hasta que lo internaron, la vida cotidiana de Puskas en Budapest respondía a un programa casi invariable. Se quedaba en la cama hasta bien entrada la mañana y luego hacía la compra. Para comer, reclamaba platos húngaros como el lesco, hecho a base de pimientos, tomate y chorizo frito, o la sopa de pescado y la pasta con requesón. Luego dejaba su casa en Buda y se marchaba a los baños de Rudas, tal y como hacía antes de la Revolución de 1956. Todos los días, repetía el trámite de su juventud: se internaba en las saunas y en la cueva construida en el siglo XIV por los otomanos. Pasaba las tardes en la penumbra y los vapores, rodeado de cuerpos semidesnudos en una piscina octogonal de mármol rojo y agua caliente. En ocasiones charlaba con su amigo, el jefe del Gobierno húngaro, Víctor Orbau.

Puskas guardaba un día a la semana para reunirse a comer con sus amigos, la mayoría ex futbolistas. Se juntaba en el restaurante tradicional Horvath Kert con los sobrevivientes del Equipo de Oro, la selección de Hungría que transformó el fútbol en los años 50. Un grupo virtuoso que demolió la imbatibilidad de Inglaterra en Wembley, goleando por 6-3 en 1953, y maravillando al mundo por su estilo, su coraje, y su agudo sentido de la innovación. Nunca antes se había visto a un equipo funcionar tan bien, y Puskas era el jefe. La versión táctica del grupo era la de un 4-2-4, con dos centrales poderosos, un guardameta, Groscics, que jugaba como nunca lo había hecho un portero, como un defensa libre, dos medios, Zakarias y Lorant, y cuatro delanteros insuperables: Puskas, Kocsis, Hidegkuti y Bozsik. De ellos, junto a Puskas, sólo viven Hidegkuti, Groscis, y el central Busanski. Éste, de 75 años, reside en la provincia de Pest, al sur del país. Hidegkuti, de 77, es retratado por el representante de Puskas como "un tipo que se enferma cuando ve a un tonto". Se trata de un hombre de complexión media y mirada eléctrica. Un jugador que revolucionó el concepto del delantero centro, retrasándose a la posición del media punta para asistir a los extremos y a los delanteros con pases perfectos. Es el que goza de peor salud. Languidece desde que se fue a Egipto a entrenar un equipo cuando tenía 73 años. Su organismo no pudo soportar las bacterias africanas.

Ayer, Groscis, de 75 años, habló de su amigo Puskas. Esbelto, de pómulos sobresalientes, la piel cerúlea y el ceño grave, vive en Budapest y pasa largas temporadas en su casa del lago Balaton. Ayer quiso recordar a su amigo: "Nos solemos encontrar sistemáticamente, y lo cierto es que en el último decenio nos juntamos tanto como cuando estábamos en activo. La última vez que lo vi fue en una comida, hace unas semanas, por un cumpleaños de uno de nosotros... no sé de quién. Y a él lo vi físicamente bien. Hablamos de los viejos tiempos".

Nándor Banyai, ex futbolista y compañero de Puskas en el Kispest Honved, habló de su mejor amigo: "Lo vi hace tres semanas y jugamos a las cartas". Lo notó cambiado y su mujer, informada por la esposa de Puskas, le puso sobre aviso: "Hace tiempo que tiene problemas para recordar cosas pero yo lo vi físicamente perfecto. Hace unos días Elizabeth nos dijo que algo le pasaba pero no sabían lo que tenía y que los médicos querían hacerle unos exámenes. El fin de semana que viene los médicos le han dicho que ya tendrán un resultado".

Puskas era explosivo en ademanes, en acciones y en palabras. Cañoncito Pum-Pum, le decía Di Stéfano. El mote hablaba de una zurda que dominaba con sutileza los efectos de una pelota. Una pierna que disparaba con elegancia sublime. Un tipo enérgico. El más formidable goleador de todos los tiempos. Alguien que hasta hace una semana se iba a la cama de madrugada, todos los días, después de mirar partidos de fútbol por televisión. Cada vez más silencioso. Repasaba con la mirada las cuatro copas del trofeo Pichichi, alineadas en un lugar de privilegio en su estantería. Cuatro trofeos que, junto al de máximo goleador de la historia, que le concedió la FIFA por sus 512 goles en 528 partidos, son el recuerdo glorioso de una memoria que ya prefiere dedicarse a los dulces.

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Sobre la firma

Diego Torres
Es licenciado en Derecho, máster en Periodismo por la UAM, especializado en información de Deportes desde que comenzó a trabajar para El País en el verano de 1997. Ha cubierto cinco Juegos Olímpicos, cinco Mundiales de Fútbol y seis Eurocopas.

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