Los curas de los veranos
Un punto crucial en nuestros veraneos adolescentes era la relación con la fe. Cada temporada se presentaba la misma disyuntiva: pecar sin cuidado, de acuerdo a la lasitud vacacional, o pecar racionadamente para no perder del todo el nexo con Dios. Había amigos que optaban por el primer programa y trasnochaban, bebían, desobedecían a los padres y cometían abundantes pecados de impureza, pero otros, más acobardados, elegíamos un ten con ten. Para ello, lo decisivo era saber combinar los desmanes con los apoyos de confesiones estratégicas que impidieran los descarríos sin ningún control.En la parroquia se instalaban para los veranos hasta media docena de confesionarios siempre muy solicitados, de modo que para confesarse había que hacer cola o escoger un día de semana entre las primeras misas. La relación con el confesionario no era efectivamente grata puesto que requería un acto de humillación y un engorroso propósito de enmienda, pero, con todo, compensaba, liberaba, despojaba de remordimientos y transmitía un tónico que el mismo cuerpo recibía como un aporte de higiene para avanzar. Confesarse, en definitiva, contando con la facilidad de las caídas era una práctica habitual y resultaba, en consecuencia, valioso conocer en lo posible a los confesores.
Como panorama general, tres eran los prototipos que resumían el elenco de los que pasaron por allí y a los que representaron los casos de don Adrián, don Antonio y don Enrique, de mayor a menor intolerancia. El arquetipo personalizado por don Adrián prohibía por principio todo tocamiento carnal, cualquier beso, los pensamientos concupiscentes de dos o tres segundos, los roces de cuerpos aún vestidos y hasta los sofocos espontáneos sin mediar reprobación. Odiaba el vicio de la carne y mostraba su ira santa cuando se le planteaba un pecado de tal condición. Como consecuencia, nadie de los chicos se arrodillaba en su confesionario desde tiempo atrás.
El tipo interpretado por don Antonio, en cambio, era el orden de las medidas. De un estilo positivista o behaviorista, sabía distinguir entre un beso aquí o allá, una caricia de acuerdo a qué y según dónde. Gracias a don Antonio, pudimos, por ejemplo, besar un brazo hasta el nivel del codo sin precisar confesión posterior. Igualmente, se toleraba la mano apoyada -y retenida- en el área definida por la clavícula y la continuación del hombro sin problemas. O incluso, lo que se apreciaba más: un beso en la nuca siempre que la melena permaneciera tendida por debajo. La casuística de don Antonio exigía alguna retentiva, pero no tardábamos en aprender las normas y era una guía práctica, clara y funcional. A su juicio, en el cuerpo, como en los campos sembrados de minas, había lugares seguros, puntos de riesgo y zonas de muerte. Esta visión resumía su tesis.
Otra cosa distinta y altamente singular era la opción que simbolizaba, en tercer lugar, don Enrique. Para empezar, don Enrique no contemplaba ninguna geografía ni delimitación corporal. De acuerdo con su filosofía, más enrevesada que las otras, el pecado era sinónimo de error, y pecar, lejos de significar una ofensa a Dios, constituía un mal que nos infligíamos a nosotros mismos. El error nos perjudicaba interiormente, anidaba en nosotros como un tóxico y al cabo, si no se eliminaba a tiempo, podía llevar a la degeneración. Esta metáfora, incomparablemente más sutil y autónoma, resultaba ser de una parte la más permisiva, pero, de otra parte, aturdía a mis amigos, se prestaba a un sinfín de reflexiones y, al cabo, sólo la seguían uno o dos del grupo, lectores de Thomas Merton.
El grueso de la pandilla, todavía católico, elegía sin vacilar el prontuario espacial de don Antonio, jesuita, y así fuimos haciéndonos sus conspicuos difusores entre las chicas a las que, sin embargo, había que arrancar con enorme esfuerzo de los férreos dominios de don Adrián, con un altísimo poder de seducción sobre las conductas femeninas, nunca nos explicamos por qué. Una de las cosas principales de las chicas que jamás nos explicamos por qué.
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