Oficio de Semana Santa
En el suplemento Domingo de este periódico venía un pasaje de un libro de Stéphane Lissner, primer director del Teatro Real de Madrid, donde cuenta algunas interioridades terribles de la política cultural del partido más en el gobierno que nunca, y no era posible evitar alguna que otra comparación con lo que todo el mundo sabe que pasa por aquí pero muy pocos se atreven a contar. Parece que en el secretario de Estado de Cultura tienen los madrileños y los españoles en general su versión peninsular de Consuelo Ciscar, quien no sería tan única como sus deudosos deudores tratan de hacer creer. El tal Miguel Ángel Cortés, haciendo escaso honor a su nombre, opina valientemente que determinada ópera de Benjamin Britten no es más que una mariconada, al tiempo que sienta al lado de Lissner, en una velada sin duda inolvidable, a José María Cano Mecano a fin de darle la vara con su opereta Luna, que el maestro escuchó conteniendo la hilaridad pese a que gustó tanto a Mayrén Beneyto y a Eduardo Zaplana. Hay que haber pasado por situaciones semejantes, aunque algo más modestas, para saber lo que es morirse de vergüenza ante la autoritaria estupidez ajena, pero sobre todo no habría que esperar tanto para enterarse por los damnificados que escriben luego un libro lleno de pelos y señales atroces.La cultura es algo demasiado serio para dejarla en manos de los aparatos culturales, y de los que preferían denominar a los artistas trabajadores de la cultura menos que en las de nadie, y todavía menos en las de quienes utilizaron esos tontos rótulos sin rubor y ahora son transfuguistas, en el sentido de Antonio Gramsci, y nos endosan la monserga del enorme trabajo y sacrificios sin cuento que les cuesta vivir a expensas de los presupuestos públicos. Entre otras razones, porque es posible que nunca como hasta ahora se haya utilizado la cultura para fines casi exclusivos de autopromoción (muy lejos de esa envidiable posición moral que Félix de Azúa reconoce en Eduardo Mendoza o Juan Benet, ah, cariño), y ello hasta extremos delirantes en términos estrictamente médicos.
Hace unos pocos años, cuando en las teles sobrevivía algún que otro espacio cultural en horario de máxima audiencia, Fernando Savater y Vázquez Montalbán se cachondeaban hasta las lágrimas de un iluminado que trataba de vender en vivo y en directo no ya su fe en la reencarnación, que cada uno es libre de elegir la monserga en la que habrá de militar, sino la muestra documental de las pruebas que certificaban su creencia, vertiginosas apariciones de la Virgen incluidas. Ese mismo sujeto alcanzó tiempo después cierto renombre y -supongo- algún respeto del espectador descuidado dejándose ver y prosperando en un programa de Fernando Sánchez Dragó donde el paraliterato había abandonado la manía de desflorar vírgenes a cambio de hacer de portavoz de sus múltiples apariciones sacras, como un Tómbola precoz y aquejada de religiosidad, todo en nombre de la libertad de expresión y del respeto que parece obligado regalar a la manifestación televisada de cualquier ocurrencia. No parece probable que la aparición mariana, por respetable que sea, acierte a explicar los refritos de Gárgoris y Habidis, que es la copia mala de textos clásicos, apropiación indebida de las fichas de consulta de otra persona que trabajaba en el tema mágico, mala sombra en la redacción de ese calendario zaragozano, masacre de la sintaxis a manos de un eterno viudo vendedor de crecepelos.
La seriedad de la cultura nada tiene que ver tampoco con las ansias de un aficionado a la novela negra pasado a alevín de senador que usó la campaña para promocionarse, muy en el estilo CCC de los Cursos de Cultura por Correspondencia de Consuelo Ciscar Casabán, ni con la sórdida tarea de un Ramón de Soto que no tiene mejor cosa que hacer en ¡Buenos Aires! que recabar firmas contra un periodista que osó criticar a su madrina. Hablando el otro día con J. M. López Piñero, fue casi imposible hacerle una entrevista generalista porque el hombre se negaba (y con razón) a opinar sobre materias que escapan a su especialidad de historiador de la medicina. Que yo estuviera persuadido de que conoce mejor que su entrevistador el arte contemporáneo, los sobresaltos trágicos de las Suites de J. S. Bach o el desarrollo del paradigma clásico en el cine de Hollywood (es, además, un protagonista privilegiado de los vaivenes de la Valencia cultural de los últimos 40 años) no sirvió como argumento para que dijera algo sobre lo que dice no saber nada. Será por eso que, de voluntad, prefiere no frecuentar los programas del tipo Sánchez Dragó. Es otra posición moral. Una seriedad envidiable.
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