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La crisis de los 10 años

Aunque parezca mentira y no sea de creer, llevamos ya diez años con la misma cantinela: crisis interna en el PSOE. De eso se habló con profusión en 1990, en el debate previo a su 32 Congreso, cuando los entonces llamados aperturistas quisieron forzar su entrada en una comisión ejecutiva cerradamente guerrista. Se repitió con acentos más dramáticos en 1994, cuando el socialismo apareció escindido en la cima y dividido en la base entre dos fidelidades excluyentes. Y se volvió a reproducir cuando en vísperas del 34 Congreso, en junio de 1997, González pareció decidido a barrer al guerrismo de la dirección de su partido.En la primera ocasión, la fórmula ideada para salir de la crisis fue muy salomónica: González dejó en manos de Guerra la ejecutiva a cambio de que Guerra dejara en paz a González en el Gobierno. Los aperturistas, Solana, Solchaga, Almunia, que deseaban ver representadas en la dirección del partido sus diferentes "sensibilidades", se quedaron con un palmo de narices. La fórmula, lógicamente, no funcionó y, cuando la ejecutiva hizo la vida imposible al Gobierno, González intentó cortar por lo sano: disolvió las Cortes y bajó al partido para retomar su dirección. No lo consiguió del todo. Su contrincante, maestro también en retiradas, retuvo sustanciales parcelas de poder. Al resultado se llamó, por disimular, ejecutiva de integración.

Tampoco funcionó: lejos de integrar nada, el periodo que va de marzo del 94 a junio del 97 pasará a la historia del socialismo como el del ascenso a las cumbres del cainismo. Para ponerle fin y devolver al partido su perdida y añorada unidad de dirección, González ideó una jugada maestra: renunciar a la secretaria general y arrastrar a Guerra en la caída. Aparentemente, lo consiguió: la ejecutiva, con Almunia de secretario general, volvía a ser homogénea. Dueños del partido en 1990, los guerristas mordían el polvo siete años después. Era el turno de los aperturistas, que mientras tanto habían cambiado su identidad a renovadores. Hora, pues, de renovación, de nuevo impulso.

Fue un espejismo. Como las elecciones primarias pusieron de manifiesto, la ejecutiva salida del 34 Congreso, lejos de controlar el partido, era repudiada por la mayoría. Sólo un error de percepción permitió seguir como si las primarias no se hubieran celebrado. Pero la política no vive nunca, o sólo esporádicamente, de ficciones. La ficción consistió en actuar como si no hubiera pasado nada, dando por supuesto que los renovadores seguían firmes en el mando; la realidad era, sin embargo, que no había dirección. Y cuando en un partido federal como el PSOE la ejecutiva se debilita hasta la irrelevancia, la tendencia a transformarse en algo similar a una confederación de partidos se vuelve imparable. Menos poder en la ejecutiva, más poder en cada una de las federaciones.

Como era de temer, las federaciones fuertes comenzaron a hablar distintos lenguajes, a veces contrarios, otras contradictorios. La arrastrada crisis interna se amplió así a confusión programática: el PSOE pareció oportunista hasta el extremo en su política de alianzas y por vez primera indeciso en su visión del Estado y en sus propuestas fiscales. Ni que pensado para perder las elecciones. Con todo, no fue esto lo peor. Liquidados en 1997 los guerristas, derrotados tres años después los renovadores, en el centro no quedaba nadie con autoridad para administrar el repentino vacío de poder. Han tenido que recurrir a barones territoriales, cuya única base es, por definición, su propio y limitado territorio. ¿Qué es Bono en Cataluña, qué representa Chaves en Valencia?

De ahí que la única iniciativa que estos dirigentes podían tomar era la de echar a andar una gestora.... de integración. ¿Le interesa a alguien todo esto? Sí, quizá, a los futuros delegados al Congreso; pero no, nada, al público en general, invitado al remake de una vieja película con actores cascados: nada mejor para alargar durante otros diez años la crisis.

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