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NECROLÓGICAS

Laureano López Rodó, pieza cardinal del franquismo

Laureano López Rodó perteneció a una estirpe política de la derecha española que ha reaparecido una y otra vez en nuestra historia contemporánea (o en la portuguesa, pues su paralelismo con Marcelo Caetano parece digno de recuerdo). Como López Ballesteros en la época de FernandoVII o Bravo Murillo en la de Isabel II, fue un personaje que se convirtió en decisivo en un régimen que nada tenía de liberal. A base de introducir él reformas adjetivas, pero duraderas y racionalizadoras, consiguió estabilizarlo y conducirlo a un comportamiento más adecuado al tiempo y también modificar de forma significativa su forma de comportarse. Hombre de apariencia gris y plomiza, no tuvo inconveniente en aceptar que los periodistas de la época democrática le dieran el Premio Limón no tanto por su acritud con ellos, sino como consecuencia de lo pesado que les parecía. Como resultado de su experiencia pasada, siempre parecía tener miedo a los reproches de la extrema derecha más que a su propia incapacidad para adaptarse a la democracia. Guardaba muchas quejas respecto de las personas más jóvenes que, tras la muerte de Franco, habían tenido mayor capacidad para sobrevivir; pero, con la vista puesta en la evolución política en los últimos tiempos, cualquier historiador debe reconocer hasta qué punto desempeñó un papel importante en la evolución política española.Como en tantos otros personajes del franquismo, a López Rodó no se le entiende sin sus primeras experiencias juveniles. Su familia, de clase media alta, vivió la agitación social en la Barcelona de los años veinte y treinta. Miembro del Opus Dei en la inmediata posguerra con tan sólo 20 años, el origen de su carrera política debe situarse en la promoción que de su condición de experto hizo el ministro carlista Iturmendi. Su influencia siempre dependió de Carrero Blanco, con quien formó un tándem de absoluta complementariedad. El almirante quería expertos de derecha tradicional que no tuvieran la demagogia de los falangistas, fueran monárquicos, los más tradicionales posible en su catolicismo y supieran hacer leyes o garantizar una mejor apariencia ante el exterior y un crecimiento económico estable. López Rodó cumplía todos los requisitos y además contribuyó a reclutar a esa nueva clase política. En sus manos, el franquismo pasó de recordar todavía demasiado al partido único fascista a asemejarse a una dictadura burocrática cuya propaganda se basaba en la mejora del nivel de vida. Se suele recordar en este sentido su papel al frente de los planes de desarrollo, pero quizá más importante fue la modificación que hizo de la legislación contencioso-administrativa a finales de los años cincuenta. Poderosísimo a finales de los sesenta y hasta la muerte de Carrero, tras ella se vio preterido primero y condenado después a un papel de segunda fila en una Monarquía que tanto había contribuido a traer.

Ahí se encierra una de las paradojas del personaje: esa Monarquía democrática acabó siendo muy distinta de la que él quería originariamente. Pero hay también otras: a pesar de su pasado y sus reticencias íntimas acabó por votar la Constitución; ajeno al mundo democrático -veía en Felipe González nada menos que una especie de reencarnación de su adversario Solís- logró sobrevivir durante algún tiempo, pero más duraron todavía las normas contencioso-administrativas que había elaborado para la dictadura. La literatura necrológica siempre trata de encontrar el aspecto más amable de los fallecidos, pero no cuesta mucho admitir que, a pesar de que el régimen de Franco no cambiara en lo esencial, tras pasar por las manos de López Rodó, la transición pacífica a la libertad resultó mucho más imaginable.

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