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¿Dónde están los valores? MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN

La campaña electoral en curso ofrece alguna novedad, y no mala, sobre las anteriores. Si, como el otro día destacaba un importante columnista internacional, parece que los españoles siguen considerando el improperio al adversario elemento esencial de sus propuestas electorales, resulta indudable una mayor importancia de los elementos programáticos. Es cierto que la subasta de ofertas, en ocasiones, priva a éstas de verosimilitud y, en consecuencia, a quien las hace de fiabilidad. Pero, al menos esta vez, los principales partidos no sólo han hecho públicos sus programas, sino que los desgranan y explicitan en foros diversos. Lástima que los pocos debates hasta ahora habidos -¿habrá cara a cara final entre los dos grandes rivales?- atiendan más a los errores e incumplimientos del pasado que a discutir las respectivas ofertas.Es lógico que los programas insistan en las cuestiones económicas, máxime cuando los resultados económicos, junto con la paz social -tarea de ministerios con nombre y apellidos-, son, sin duda alguna, el mejor aval que el Gobierno puede presentar de su gestión. Sería necio restar importancia a las cosas de comer. Pero es más llamativo que el 80% de los mensajes electorales sean de contenido económico y que sólo éstos parezcan tener eco en los medios y la opinión. Como si sólo se viviera de pan. Así, por ejemplo, la oferta de rebaja fiscal del PP ha sido el único factor relevante a la hora de invertir, por el momento, la constante tendencia hacia el empate técnico entre las dos grandes formaciones en liza que revelan las encuestas y el comportamiento del colectivo de pensionistas que, todavía en 1996, votaron mayoritariamente al PSOE como Gobierno pagador, la gran incógnica a despejar el 12 de marzo. Lo único que a los electores parece importar es cuánto van a pagar y no tanto el cómo y el para qué y, en consecuencia, solamente en ello abundan los políticos a la caza del voto. Las cifras sustituyen cualquier preocupación ética y estética y los porcentajes no dejan lugar a los valores. La ciudadanía no presta atención a las opciones internacionales de España, si es que las hay, a la seguridad del Estado, a las políticas medioambientales, demográficas y migratorias -más allá de los episodios de ocasión-, a la reinserción de lo marginal, a los contenidos axiológicos a transmitir a través de la educación o a la definitiva constitución territorial que se reclama desde la periferia. Pero los contribuyentes se preocupan muy mucho del IRPF y se supone que los funcionarios de sus sueldos y los jubilados de su pensión. ¡Que el primer ministro británico, Tony Blair, pueda encandilar a sus potenciales electores proponiéndoles "hacer de nuestra patria el faro del mundo" parece corresponder a otro hemisferio!

El fenómeno va mucho más allá de lo electoral, aunque tenga importantes ecos en la campaña y, posiblemente, en los resultados, y su raíz está en la adopción social de la economía como moralidad exclusiva y excluyente. El hombre ético es el que se preocupa fundamentalmente de la realización de valores, por morales, sociales, y, cuando el hombre político lo es, pone el poder y, en el caso del ciudadano, requiere del poder, su puesta al servicio de tales valores. Por el contrario, el hombre económico atiende sobre todo al cálculo utilitario de la mejor satisfacción de sus necesidades, sean éstas personales, domésticas o empresariales, pero siempre particulares y, cuando el hombre político se pone a su servicio, trata de dar respuesta a esta demanda. Si lo ético y, a mi juicio lo estético, está abocado fundamentalmente a lo público, la economía lo está a lo privado, y si aquello supone valores de una u otra forma trascendentes, esto pone el acento en los intereses inmanentes.

Sería muy temible un Estado ético que no dejara espacio para los intereses privados. Pero si reducimos el Estado a la gestión de tales intereses, aunque, por hipótesis, fueran los "de todos", ¿qué quedaría de la ciudadanía? Y, sin ciudadanos dedicados o, cuando menos, preocupados por lo general, sin valores que orienten e iluminen, me temo que el Estado, a la larga, no será capaz ni siquiera de garantizar la gestión privada del interés particular.

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