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Tribuna
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La anestesia de Gil

El Valencia ganaba en el Calderón. Por la mínima, 1-2, pero ganaba. Ganaba con el equipo al completo y también cuando progresivamente se fue quedando con diez, con nueve y hasta con ocho futbolistas. El Atlético era incapaz de encontrar un hueco por donde llevarle la contraria al marcador, de descubrir una ventanita por la que escapar de un desenlace sonrojante, de quitarse de encima esa sensación de impotencia y mediocridad que le acompaña en los últimos tiempos. Y Jesús Gil, sentado tranquilamente en el palco, lo presenciaba todo con cara de resignación y aburrimiento. No parecía enfadado, sino bajo los efectos de un anestésico.Concluyó el partido y Gil conservaba ese gesto ausente que le caracteriza últimamente. Cuando alguien, un aficionado, se atrevió a mirarle y a levantarle la voz, Gil se reencontró con su versión más genuina, la de siempre. Y se encaró, provocó, desafió, insultó, dedicó muecas de dudoso gusto, se creció. No tardó en recordarle al hincha de abajo, y a todos los que se le fueron uniendo en las protestas, que el club, se pongan como se pongan, es de su exclusiva propiedad. Y en pleno arrebato, hasta se marcó el farol chulesco de ofrecer la devolución del abono a quienes se sintieran con ganas de reprocharle algo -y ahora en el club andan asustados de que se le acepte en masa el pulso-.

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Pero superado el pronto innato de quien no acepta las opiniones contrarias y mucho menos que alguien le considere responsable de algún suceso negativo, Gil volvió a su letargo actual. Regresó a la calma total, a convertir el Manzanares en un territorio de paz. La situación del Atlético es crítica, pide medidas a gritos, pero Gil parece sedado, probablemente todavía bajo los efectos de su combate político y judicial. Está bloqueado, tan paralizado como el equipo.

Y mientras, Ranieri se queja de que no tiene futbolistas, los futbolistas empiezan a estar hartos de su entrenador y los seguidores, que no soportan ni al técnico ni a los jugadores, que ya ni siquiera eluden el enfrentamiento con el propietario del club, o huyen despavoridos o exigen soluciones. Pero Jesús Gil, más allá de cinco minutos de calentura, se cruza de brazos.

El Atlético se fractura por dentro, no juega un pimiento, coquetea con el pozo de la clasificación y promete problemas por todos lados. Pero Jesús Gil, el directivo más intervencionista de la última década, mantiene la calma. Pregona que no habrá destituciones, ni más fichajes. Que no piensa mover un dedo por reconducir la situación, como si estuviera convencido después de muchos errores de que la paciencia es el mejor aliado en estos casos.

Puede que la nueva actitud de Gil responda a la reflexión, que su mesura sea intencionada y que, por tanto, convenga esperar a comprobar sus consecuencias. Pero no es ésa la sensación que transmite. Más bien parece que de tanto tener la cabeza fuera del fútbol ahora no sabe qué hacer. Y que el Atlético se muere sin que nadie lo remedie.

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