Tribuna

El Nobel del siglo

Quisiéranlo o no los señores que conceden el Premio Nobel de Literatura, la fecha de 1999 tenía un carácter simbólico porque cerraba el siglo. ¿Qué escritor podía cerrarlo? Si me hubiesen preguntado antes de la concesión, me habría sentido perdido. A premio dado, creo que no había solución más coherente que otorgárselo a Günter Grass. ¿Por qué? Pues hay unas cuantas razones de mucho peso. La primera de ellas, en mi opinión, es que compone una figura que ya no es fácil de encontrar: la del escritor que mantiene emparejadas la conducta civil y la conducta literaria. Es un envite personal en dos ...

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Quisiéranlo o no los señores que conceden el Premio Nobel de Literatura, la fecha de 1999 tenía un carácter simbólico porque cerraba el siglo. ¿Qué escritor podía cerrarlo? Si me hubiesen preguntado antes de la concesión, me habría sentido perdido. A premio dado, creo que no había solución más coherente que otorgárselo a Günter Grass. ¿Por qué? Pues hay unas cuantas razones de mucho peso. La primera de ellas, en mi opinión, es que compone una figura que ya no es fácil de encontrar: la del escritor que mantiene emparejadas la conducta civil y la conducta literaria. Es un envite personal en dos frentes que tienden a anularse entre sí continuamente porque cualquiera de los dos por separado exige un protagonismo y una dedicación que no admiten competencia, pero cuyo emparejamiento ha sido un reflejo de la conciencia del siglo. Este siglo XX ha sido -está siendo- definido como el más brutal y sangriento de la historia. No es cierto, pero lo parece. Las armas de destrucción masiva, de una parte, y el infatigable desarrollo de la información, de otra, han contribuido a crear esta imagen. Pero también es el siglo de los derechos humanos, aunque esta afirmación haga sonreír a más de uno, y el avance que se ha producido en este campo es impresionante. Lo que sucede es que todo se cuece en la misma cazuela. No es fácil estar en medio de esta situación de crisis y cambio que comienza con el hundimiento de la vieja Europa, sigue con la matanza planificada por Hitler y Stalin, continúa con el lanzamiento de la bomba atómica y el peso de la amenaza nuclear, establece dos posiciones irreconciliables de dominio económico, cultural e ideológico y culmina con el hundimiento (muro de Berlín) de uno de los dos bloques dominantes abriendo un futuro por el que nos estamos precipitando todos sin orden ni concierto. Si añadimos a esto que Günter Grass utiliza la lengua de un país tan emblemáticamente dividido que se convierte en el más trágico de Occidente y que representa, por así decirlo, el conflicto del mundo en un siglo que empieza en 1918 y termina en 1989, yo diría que pocos creadores se han encontrado en un ojo del huracán como el que le ha tocado vivir a él.Mantener la serenidad literaria -esto es, el sentido de la escritura por encima de todo- sin renunciar a enfrentar la vida y tratar de entenderla como ciudadano es una tarea heroica al estilo del héroe antiguo, es decir, del héroe ejemplar. Pero la sociedad actual no admite héroes al estilo clásico, porque el drama, como bien sabemos, ha sustituido hace mucho tiempo a la tragedia.

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La formidable aportación de Günter Grass a su tiempo y a la literatura de su tiempo es la de haber desplazado hacia sus personajes dramáticos y sus historias dramáticas la capacidad simbólica que se perdió con la muerte de los héroes clásicos y la de haber arriesgado su propia seguridad en la inseguridad y la incertidumbre última de sus apuestas personales. Todo menos dejar de actuar, ha sido su lema. Y donde se dejaba inevitablemente tantos pelos en la gatera -su conducta civil, su audacia civil también- lo ha peleado construyendo mundos que hoy por hoy parecen ya casi inabordables literariamente. No se trata sólo de la concepción de un personaje que permanecerá para siempre en la memoria de este tiempo, como es el Oscar Matzerath que decide a los tres años dejar de crecer y encuentra un medio de expresión en su tambor de hojalata, sino también de la creación de un mundo que comienza el día en que un pescador neolítico captura en el Vístula un rodaballo estrábico que le acompañará a través de los siglos y las mujeres hasta la huelga de los obreros polacos en 1970.

Quien no entienda la relación que existe entre el Günter Grass que se incorpora en 1955 al famoso Grupo 47 (Uwe Johnson, Ingeborg Bachman, Heinrich Böll, Gunther Eich...) y el más ambicioso creador de grandes frescos, de mundos que atraviesan la espina dorsal de la Historia para plasmarse en la Literatura que ha producido la literatura alemana de la segunda mitad del siglo, no entenderá hasta qué punto Grass es a la vez una punta de lanza y un resumen de la literatura de su tiempo. No importan sus excesos -que se corresponden perfectamente entre vida y obra-, porque, sin el exceso, Grass sería inconcebible. Su Trilogía de Danzig (El tambor de hojalata, El gato y el ratón y Años de perro) fue seguida por libros que parecían adelgazar y concentrar su esfuerzo (Anestesia local, Diario de un caracol), e incluso por aparentes crónicas concebidas como sátiras feroces (Encuentro en Telgte, Partos mentales o Los alemanes se extinguen); hasta que su poderosa humanidad vital le empujó a crear esos grandes cuadros de la historia de las vicisitudes del hombre a través del tiempo o camino del futuro que son El rodaballo y La ratesa.

Por lo general, la relación entre vida civil y literatura ha tenido resultados nefastos para la literatura y arrepentimientos tardíos por las decisiones de compromiso civil. Günter Grass no sólo ha sabido desbordar (y digo desbordar, no sortear) ese peligro, sino que se ha apoyado decisivamente en él para encontrar la grandeza simbólica de sus mejores obras. Eso es lo que dejará tras de sí; y será el análisis de la propia confusión de nuestro tiempo el que le haga justicia cuando de él sólo quede su escritura. Ciertamente, no podía ser otro el premio Nobel que cerrara el siglo.

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