¿Big Bang para el socialismo valenciano?
Decía un viejo pensador británico (por una vez no se trata de Churchill) que hay menos distancia entre dos parlamentarios, uno de los cuales es comunista, que entre dos comunistas, uno de los cuales es parlamentario. Tal vez pueda parecer un poco exagerado pero, con ciertos matices, se trata de una máxima de general aplicación a todo tipo de órganos, cúpulas, instituciones, aparatos, etc en los cuales se obra el milagro de la solidaridad por razones otras que las ideológicas, en particular por los propios intereses corporativos del grupo como tal. Esto no es que sea ni bueno ni malo, sencillamente es inevitable mientras los mecanismos de selección de acceso al grupo dirigente sean los que son, es decir perversamente autorreforzantes. En el caso de los partidos políticos la frase parece hecha a medida y la secuencia que explica tal comportamiento puede describirse de la manera siguiente: los miembros de la dirección diseñan las listas electorales, cerradas, en los que la militancia de base tiene poco que decir, al menos en lo que al número uno se refiere; entonces, tras salir elegidos aquéllos, el compromiso, y sobre todo el agradecimiento, se dirige más a los responsables del aparato benefactor que a los ciudadanos que les votaron; la lógica es aplastante. El mecanismo tiene indudables ventajas, la más importante de las cuales es la de que en el próximo congreso todos saben a ciencia cierta a quién deben votar, por la cuenta que les trae, garantizando así la permanencia del grupo dirigente y por extensión su propio empleo futuro; y todo vuelve a empezar. Es fácilmente comprensible que en este contexto el valor que más prima sea el de fidelidad ciega para quien reparte los cargos (al menos hasta que éste caiga en desgracia por una u otra cosa) sin importar demasiado si uno se inclina por Jospin o por Blair, pongamos por caso. El círculo se cierra en el terreno regional o local a través de una especie de células difusas de negociación que ejercen de consensuadores corporativos en el reparto; son los entes inorgánicos que conocemos como "familias", de cuyos padres fundadores, por supuesto, se suele desconocer su adscripción ideológica. ¿Y eso qué importa? dicen ellos: todos para uno y uno para todos, éste es su lema, de indudable altura política como puede verse. Así se conforman las élites dirigentes, apoyados por una prole de incondicionales, y cuya vocación más resaltable es la de la permanencia en la rueda del poder a través de pactos mutuos. También de este modo los nuevos aparatos suceden a los viejos y, pasado un tiempo de ajuste, renace la tendencia irremediable a monopolizar las decisiones y también las propuestas programáticas que acaban siendo oficializadas. Perfecto, unos se necesitan a otros y todos se ayudan entre sí, ¿hay algo más lógico, a la par que solidario, en una organización de carácter voluntario? Tal vez podría argüirse tímidamente, y con el debido respeto, que, en este juego, el militante y por supuesto el ciudadano suelen quedar totalmente al margen y eso no está bien, pero, según parece, ello no es muy relevante en la discusión de la cosa. Según me dicen algunos, lo importante al fin y al cabo es el partido, la corporación. Argumento éste por cierto que siempre me ha provocado una especie de melancolía que me conduce al exilio interior. Más o menos este es el contexto en el que se produce el actual guirigai (no alcanza el rango de conflicto político) en el seno del PSPV. Por cierto una muestra más de que la concepción sucursalista y españolista en el PSOE es patológica y sólo puede tener freno si desde los partidos federados se tiene la personalidad y el bagaje histórico suficiente para decidir por sí mismos. ¿Se imaginan al secretario de Organización del PSOE diciéndole a los socialistas catalanes: si os portáis bien tendréis congreso extraordinario? No, el problema no parece tener solución desde dentro. La necesidad de mecanismos de shock externos en estas circunstancias resulta absolutamente inevitable y tal como están las cosas, opino que no hay otra salida que la amplia movilización de aquellos ciudadanos de a pie a quienes todavía les interese algo la Política y la Democracia, ambas con mayúsculas, y cuyo único objetivo sea forzar el cambio radical de la ley de partidos políticos haciendo obligatoria la democracia interna. Sólo de este modo puede existir alguna luz al final del túnel. Sobre todo si se desea evitar que la democracia acabe reducida a la mera garantía de existencia de diversos partidos políticos, los sindicatos y la libertad de expresión. A los partidos, quieran o no sus cúpulas dirigentes, les hace falta elecciones primarias, proliferación de corrientes programáticas, respeto por la opinión ajena, listas abiertas y garantías judiciales para los derechos del militante de base, entre otras cosas. El ciudadano ya no pide sólo caras nuevas sino modos nuevos y más democráticos, es decir la destrucción del aparato asfixiante, la recuperación de la política como servicio al ciudadano, la vuelta de los principios ideológicos y éticos, la apertura real a la sociedad, el fin del gremialismo, las corruptelas y la ausencia de crítica. O sea un Big Bang político en toda regla. Eso, o seguir con las perversas, y productivas para algunos, enseñanzas del tándem Maquiavelo-Lampedusa a las que tan aficionados son sus preclaros dirigentes. Y si alguno de éstos no entiende de qué estoy hablando que pregunte a los viejos militantes socialistas que vivieron en tiempos de la República y que ahora sobreviven en el austero anonimato de cualquier agrupación local de base. Ellos sí lo saben. A la postre, gran parte de la renovación pendiente en el socialismo español y valenciano tiene mucho que ver con la recuperación de sus raíces históricas, aquellos tiempos en los que el dinero y los cargos nada tenían que ver con la política.
Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.
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