El dilema de CiU JOAN B. CULLA I CLARÀ
El ineludible ejercicio de introspección y de autocrítica que el descalabro del pasado domingo impone a los órganos dirigentes y a los líderes de Convergència i Unió puede ser abordado de dos maneras distintas: escudándose en la elevada abstención, arguyendo el fuerte continuismo de los resultados, esperando que el buen sentido de los electores catalanes no quiera poner todos los huevos institucionales en el mismo cesto, confiando la victoria del próximo otoño a la exclusiva taumaturgia de Pujol; o bien agarrando al toro por los cuernos, delimitando y asumiendo los errores cometidos, encajando el castigo con decidido propósito de enmienda. En este último caso, la primera providencia sería desechar la abstención como coartada. Tras las elecciones catalanas de 1992, cuando Raimon Obiols excusaba su derrota por la baja participación, Jordi Pujol le replicó, implacable: "Pues los nuestros no se han abstenido". Y es que, en efecto, la abstención no es nunca un accidente fortuito, una fatalidad. Contra CiU, el día 13, fue una penalización cargada de significado político. ¿Qué significado? Una hipótesis harto divulgada es que el cuerpo electoral quisiera mostrar su desagrado hacia la acentuación soberanista de CDC en los últimos tiempos; pero el artífice de tal inflexión, el hombre de la Declaración de Barcelona, Pere Esteve, estaba expuesto al fuego directo de los electores, y sin embargo su lista europea ha salido bastante bien librada del envite. En cuanto a esas decenas de miles de votantes habituales de CiU en Gràcia, Les Corts o el Eixample que esta vez decidieron abstenerse, ¿lo han hecho para rechazar la supuesta radicalización nacionalista de las huestes de Pujol? De ser así hubieran votado al PP, por lo menos unos cuantos... Más bien han expresado la incomodidad que les produce el pacto con los conservadores españoles y su repugnancia ante una eventual extensión de éste al Ayuntamiento de Barcelona. Un aviso, en suma; un serio aviso sin llegar al punto de ruptura, al salto hasta Esquerra Republicana de Catalunya. Si de los análisis ideológico-políticos generales pasamos a contemplar en concreto los escenarios municipales, habrá que detenerse en Barcelona; no en vano sólo la capital ha hecho perder a CiU 125.000 votos, el 62% de su hemorragia total. Para explicar tamaño desastre no basta con una causa; se precisa el concurso de muchas, y a mi juicio la más antigua es el débil y desdibujado papel opositor que Convergència i Unió ha desempeñado en el consistorio durante el último cuatrienio. Se comprende que Miquel Roca, de regreso a la vida civil y profesional, no estuviera por el cuerpo a cuerpo, pero si se quiere alcanzar la mandíbula del adversario no hay más remedio que arriesgar la propia. Luego, vino la elección de un candidato con buena imagen e impecable currículo parlamentario, Joaquim Molins -recuérdese su excelente resultado en las legislativas de 1996-, pero sin perfil municipalista conocido, sin experiencia en el ámbito local y, por tanto, con el tenaz estigma de ser un paracaidista, un advenedizo en esta lid. Más tarde, se confió el timón estratégico de la candidatura a alguien que lleva 22 años acumulando, uno tras otro, errores y fracasos políticos. Después, habiendo fichado como número dos a Magda Oranich -que aportaba a la lista su solera antifranquista, su nacionalismo de izquierdas, su popularidad mediática...-, se la mantuvo incomprensiblemente oculta y callada hasta los últimos días de la campaña. En cuanto a ésta, su derroche de promesas ha hecho cundir la incredulidad, sus contradicciones con relación al PP han sembrado la inquietud en el electorado propio, y no ha sido capaz -admito que no era fácil- de combinar la crítica a la gestión de Joan Clos con el respeto a la autosatisfacción que los barceloneses, en general, sienten por su ciudad. En el resto de Cataluña, el retroceso ha sido menor, aunque sensible (75.000 votos). Se han salvado los muebles (léase las diputaciones de Tarragona, Lleida y Girona, así como la gran mayoría de los consejos comarcales) y es razonable pensar que, allí donde CiU gobernaba, el juicio sobre su gestión ha determinado bastante el veredicto de las urnas: sin quitar mérito a los rivales, sólo errores propios pueden explicar vuelcos como los de Olot o Igualada, por ejemplo, y seguro que hay aciertos detrás de los buenos resultados en Vic o El Vendrell, en Manlleu o Vilaseca. Los responsables de Convergència y de Unió harán bien en examinar unos y otros casos a la luz de los microclimas locales y en extraer las lecciones oportunas; porque está claro que ni las etiquetas ni los personalismos, por sí solos, bastan, y que el electorado es cada vez más exigente con la calidad política y humana de sus alcaldes y concejales. Lo dicho. Ante la coalición nacionalista se abre, de aquí hasta otoño, una disyuntiva clara: o espabila, abandona comodidades y autocomplacencias, cohesiona su mensaje, selecciona a los mejores y despliega todas sus aún numerosas bazas, en cuyo caso la jornada del pasado domingo habría constituido un revulsivo incluso saludable; o, en caso contrario, ya puede empezar hoy mismo a ponerle cirios a san Pujol.
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