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Tribuna
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La araña roja

Vialli salió de la eliminatoria frente al Mallorca con fuertes síntomas de desorientación. Como si hubiera pasado dos veces por la misma pesadilla. Todo había empezado quince días antes, cuando aún estaba convencido de que su equipo tendría que despachar a un enemigo pequeño. Aparentemente se trataba de uno de esos equipitos comprados en rebajas y armados según la página de primeros auxilios; a saber, una defensa equidistante como una valla y una línea media ensamblada como una cuadrilla de fontaneros. En resumen, éste repartía estopa, aquél apretaba las tuercas, el otro manejaba el soplete para soldar entre líneas, y Engonga, el capataz, supervisaba las operaciones y reparaba las fugas.

De ahí en adelante, el dispositivo de ataque parecía más que otra cosa una concesión literaria, uno de esos tímidos faroles que los estrategas prudentes se permiten para guardar las apariencias. Tragándose sus verdaderos deseos, esto es, su impulso natural de cavar trincheras, Héctor Cúper cumplía a regañadientes el protocolo del contraataque. Para esa tarea, siempre tan ahorrativo, solía delegar en Stankovic, un escurrido centrocampista que con sus pómulos de superviviente, sus canillas de plástico y su musculatura estriada parecía un cantante-protesta recién salido de una huelga de hambre. Aquel spaghetti era, en efecto, el eslabón perdido entre Engonga y los delanteros. ¿Delanteros? Al fondo, como dos buscadores de hongos, Biaggini y Dani se ofrecían, se cruzaban, amagaban y hacían la goma con la esperanza de alcanzar algún balón providencial.

Rodeado de Desailly, Leboeuf, Zola, Poyet, Di Matteo, Flo y El Chapi, estaba claro que el opulento Vialli contaba con revalidar su título de Recopa. Pasaría de puntillas por las semifinales, tomaría el último aire y apiolaría al Lazio en la final. ¿Cómo podían inquietarle aquellos rudos y voluntariosos ganapanes que vivían esperando el milagro ? Pobre gente.

El mal sueño volvió a perseguirle en cuanto apareció la pelota. Para empezar estaba muy claro que los muchachos de Cúper se sabían de memoria su papel. En vez de permitirse improvisaciones, seguían un plan minuciosamente trazado. Iban y venían, salían y se agrupaban con toda naturalidad, como respira un organismo vivo. Vialli no podía creérselo: su equipo, el actual campeón, el lugarteniente del Manchester en la Premier League, iba desapareciendo poco a poco bajo las oleadas de un material envolvente y viscoso. No había duda: aquella marea rojiza impregnaba las botas de sus jugadores y, aún más, convertía el campo en una sopa de medusa; en un lodazal sobre el que el que la iniciativa más insignificante se convertía en un fatigoso enredo o, en el peor de los casos, en una delicada cuestión de supervivencia. En un momento dado los chicos, avanti, avanti, comenzaron a experimentar todas las sensaciones del insecto en la telaraña: un giro para encarar, un movimiento de apoyo, un intento de huida o cualquier gesto de resistencia activaban la trampa y empeoraban visiblemente la situación.

Atrapados en aquella gelatina, Zola, Flo y Poyet se pusieron a forcejear, pero poco a poco fueron ablandándose. Lo que sucedió después pertenece al manual de la araña: primero trataron de salvarse tirando de oficio, luego cayeron en una invencible modorra, y finalmente acabaron resignados a su maldita suerte de moscas británicas.

Cuando quiso darse cuenta, Vialli, que había comenzado a soñar en blanco y negro, estaba despertándose en jueves, en rojo y en Palma. Con su melón recién afeitado, sus ojeras de insomne y su sofocón meridional volvía a tener un inconfundible aspecto de ensaimada.

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