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Entrevista:

Encantado de limpiar el Metro

Carmelo Camacho ha triunfado en varios certámenes de pintura y protagonizado media docena de exposiciones de éxito. A pesar de ello, se reconoce como un hombre de mil oficios mal pagados. Recadista, camarero, soldador y peón, que de todo ha hecho, desde que a los 16 años comenzara a ganarse la vida. Actualmente, desde hace cuatro años, los fines de semana y días de fiesta cambia el pincel por el cubo y el trapo y limpia el Metro de Bilbao. Lejos de desesperarse, está " encantado". A punto de cumplir los 40 años, reconoce que traza en sus telas infinitos amarillos "un color que limpia", para exorcizar sus dudas. Camacho acaba de exponer en la galería La Brocha, de Bilbao, 32 cuadros de óleo sobre lienzo. Una muestra llena de pasión, energía y alegría que ha conseguido atraer la atención de los compradores, que han pagado entre 30.000 y 600.000 pesetas por obra, según el tamaño. Pero, el autor no vive del arte sino de mantener limpio el metro de Bilbao. "Es verdad que limpio el metro y me siento muy bien. Nadie me trata de manera especial. Yo trabajo en un sitio que es arte. Cuando limpio y barro y le doy jabón a un banco del metro, soy consciente de que lo hago en una pieza de [Norman] Foster". Observarlo todo "Yo estoy contento con ese trabajo y reivindico la felicidad por encima de todo. A veces aparece un osito abandonado y nadie lo reclama y me sorprende que la gente sólo lo haga cuando se pierden carteras o algo de lo que se considera de valor. Yo creo en el mundo infantil, al que hay que volver siempre". Esa necesidad de captar, de "observarlo todo", lleva a Camacho a disfrutar en su trabajo de peón del metro, aunque bromea y diga que no le gusta la palabra, que él es un trabajador. "El arte te hace más feliz, el diálogo con el arte. Se necesita sensibilidad para apreciarlo. Me gusta la belleza, por eso me atrae el Guggenhein y también el mercado de la Ribera. Yo no vivo el mundo del arte como artista. [Antoni] Tápies es abogado de carrera, pues yo soy un hombre de mil oficios". Al artista Camacho la pintura le arrebata los sentidos y le envuelve en sueños. Rebusca en los trazos de Kirkeby, de Kiefer, de Abraham Lacalle o de Alberto Datas. Contempla con adoración a los expresionistas alemanes, con los que se identifica, y le reconocen los críticos. Pero en el embelesamiento, en la limpieza de lo que otros ensucian, en la lectura del misterio de Patricia Highsmith, a la que roba sus personajes, en el silencio que añora, en todo, Camacho necesita pisar tierra. "Aquí, en Bilbao, en mi Valdepeñas natal, y en Nueva York. A mi me interesa todo lo que la vida ofrece, escuchar a los que tienen algo que contar, leer poesía, escribir un diario, todo sirve. Un pintor no puede ser alguien que vive en otro mundo, encerrado en su arte". Y, aunque anhela que se conozca su obra y no su vida, sabe que su historia personal no puede borrarla con el trazo amarillo de su pintura, que todo lo limpia. Creció en un hospicio de Valdepeñas (Ciudad Real) desde los 12 a los 16 años. Allí conoció al niño huérfano Millán Salcedo, el que fuera una mitad de Martes y Trece, a quien recuerda como un líder capaz de movilizar a todo el orfanato. De allí salió para viajar a Bilbao en busca de trabajo. Y lo encontró al lado del actual museo de Frank Gehry. "Era un recadista, el más elegante de Bilbao, porque hacía los recados en taxi. Me había recomendado una señora de Cáritas. Sólo utilicé la bicicleta una vez y me la robaron por no echar el candado. Venía del pueblo y no pensé que a alguien se le pudiera ocurrir tal cosa". Narra sus peripecias sin nostalgia, como si contara un cuento del que no es autor. En sus palabras se entreveran las emociones y las peores vivencias, pero siempre sin que le desborde la melancolía Recuerda sus tiempos de recadista en taxi, de aprendiz de soldador, no olvida cuando fue carpintero, y se ríe al rememorar sus diez años de caramerero en el sector de la hostelería. También fue soldador y trabajador del metal. Pero, en ese camino por la supervivencia, la pintura casi siempre le acompañó. En el orfanato, un profesor le animó a dibujar y después vino la pasión y la necesidad de pintar que comenzó formalmente en 1985. Alfonso Cortázar le enseñó en sus clases, y expuso por vez primera en 1991. Desde entonces, ha mostrado públicamente su obra en cinco ocasiones más. Los críticos le reconocen y resaltan la libertad de su color y la relación de su pintura con lo psíquico. Los cuadros se venden cada vez más, quizá porque cuando pinta, dice, "tengo en cuenta a ese 80% de personas para los que al arte no significa nada. Quiero servir de nexo de unión entre la gente que tiene una lámina de Kandinsky y una obra personal. La obra de arte es un fetiche. Entre 5.000 piezas puede gustar una. Por eso, creo que pongo más verdad que pasión en mi obra, quizá la pasión es más patrimonio de lo abstracto. Cada cuadro es un hito, no tiene ni siquiera el título por casualidad. Busco la nueva belleza, la de los acuarelistas ingleses, la de los expresionistas alemanes". La pintura es su vida, pero no quiere engañar a nadie. Ni,sobre todo, a sí mismo. Menciona a su mujer Maite, lo mejor que le ha pasado en la vida, asegura. Y de nuevo pisa el suelo y dice que tiene que pagar el lavaplatos. Contempla su obra y mientras habla, sabe que el próximo fin de semana volverá a trabajar de peón en el metro. Pero no le importa porque considera que es un hombre al que no le ha ido mal en la vida.

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