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Teatro para nada

JULIO A. MÁÑEZ Es posible que el Vandam que interpretaba James Mason en Con la muerte en los talones sea el villano mejor escrito de toda la historia del cine. El guionista Ernest Lehman tuvo la habilidad, entre otras muchas, de atribuirle un lenguaje exquisito que contrastaba vivamente con la ruindad de sus propósitos. Por otra parte, lo más deslumbrante de Esperando a Godot, obra en apariencia vacía, es la precisión de un lenguaje incapaz de progresar en la inmovilidad de sus enunciados: el espectador asiste conmocionado a un espléndido viaje a ninguna parte. Y si de El rey Lear se conviniera eliminar el poderoso verbo de Shakespeare, quedaría poco más que la historia insolvente de un anciano algo lunático y lleno de manías. Se puede decir cualquier cosa de estos autores o de otros de su poderío provenga básicamente de su talento para urdir tramas consistentes. Más bien su enorme poder de convencimiento y su notable capacidad para suscitar emociones tienen su origen en la opción por unos criterios de estilo donde la estatura del lenguaje sobrepasa en intensidad a cualquier otro elemento de la composición de la obra. Es una altura muy difícil de encontrar en la mayoría de los textos que se escriben ahora mismo, quizás no tanto por falta de talento como por carencia de ambición. Por lo común, se intenta reproducir el lenguaje de la calle para dialogar no importa qué clase de obra, echando mano de un costumbrismo en mantillas, sin reparar en que la voluntad de estilo exige del autor el desdén hacia lo mimético para profundizar en las claves que posibilitan el deslizamiento de la complejidad hacia su aparente trivialización costumbrista. El asunto empeora todavía más si se considera la frecuencia con que esa propensión mimética se alimenta a su vez de la servidumbre imitativa hacia los autores de éxito, de manera que cualquier autor joven aunque sobradamente mitómano se cree en condiciones de escribir como Woody Allen a poco que le parezca genial el modelo patético-divertido como vía de expresión de la fragilidad de las relaciones interpersonales, sin duda más convincentemente expuestas en la ahora denostada obra de Bergman. El panorama de la autoría teatral reciente, por no entrar ahora en otros berenjenales de la profesión, resulta así todo menos estimulante, y asombra la seguridad de buena parte de estos escritores en que sus burdos remedos de Allen, Koltés o Beckett habrán de interesar a un público que tal vez no desconoce el gusto por los modelos originales. La facilidad con que cualquier tema de interés se convierte en asunto de mesa camilla es a estas alturas tan alarmante que parece próximo el día en que el espectador no obtenga en el teatro una satisfacción distinta a la de escuchar a sus bobos vecinos a través de la medianera de la casa. Es posible que para entonces abunden los autores que vean en esa temible consagración la seguridad de haber alcanzado el éxito, pero es seguro que los espectadores habrán preferido mucho antes quedarse en sus casas viendo teleseries en colorines chillones en lugar de molestarse en acudir a unos teatros donde se les ofrecerá lo mismo a cambio de dos horas de un mortal aburrimiento en el que, encima, no siempre sale la chica de la tele y cuando lo hace queda como perdida en la distancia gris bajo la difuminación de los focos.

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