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El fútbol está en otra parteANTONI PUIGVERD

Louis van Gaal, entrenador de holandeses y flamante tirano barcelonista, ha estado, a pesar del Mundial, acaparando actualidad junto a este yerno que todas las mamás querrían, Amor, candidato natural a marido de Mari Pau Huguet, y junto a Gaspart, puesto en su típico papel de padrino bondadoso (a pesar de su esquelético porte) y a Mussons, puesto en su papel de padrino desagradable y rácano (a pesar de sus orondas formas). Este episodio de la forzada jubilación de Amor, el puntual -aunque gris- abanderado de la cantera barcelonista, ha centrado la atención durante el par de semanas que han servido de tránsito entre el final de la temporada regular y el principio del campeonato mundial. El desamor hacia Amor ha dado bastante más de sí que unos cuantos partidos de verdad. En él se han mezclado tantas significaciones que resulta complicadísimo aislarlas: los tópicos catalanes (peseterismo barcelonista) han chocado con los tópicos castizos (honradez e hidalguía del bravo español expulsado por los pérfidos holandeses); pero también el simbolismo catalanista de los canteranos del Barça, con su escuela de nombre rústicamente catalán (La Masia), se ha fundido con el sentimentalismo más español, cuyo eximio portavoz, en éste como en tantos otros casos, no es sino el españolísimo Clemente. El caso Amor se ha convertido, asimismo, en un precioso ejemplo de la vigencia de la cultura autárquica, sembrada durante el primer franquismo y heredada de los tiempos más oscuros. Frente a las nuevas leyes europeas, la españolidad adquiere tintes heroico-victimistas. Vuelve el "¡Santiago y cierra España!", un clima sentimental de irritación contra las frías imposiciones de los eurócratas. Un alzamiento sentimental, algo así como una guerrilla populista que pretende la independencia de la cantera contra la invasión del ejército holandés. Van Gaal asume la imagen de un despótico Napoleón, frío como un témpano, inclemente (en doble sentido: niega a Clemente). Van Gaal osa imponer al Barça una impronta holandesa que repugna tanto a su catalanidad como, atención, a su españolidad. Es interesante el juego de equívocos patrióticos que la discusión holandeses / canteranos ha sublimado: de repente, parece como si el barcelonismo fuese, no símbolo de catalanidad antiespañola, sino emblema de españolidad. Este Barça cercado por los holandeses es como la Girona sitiada por los franceses en la guerra napoleónica. Aparecen timbalers del Bruc por todas partes. Nada mejor que el fútbol para expresar, en sus gaseosas turbulencias sentimentales, la confusión de las ideologías patrióticas. Se parecen todas tanto que llegan a confundirse. Siempre tuvo el Barça extranjeros. De hecho son los extranjeros los que le dieron más sabor (Gamper, Kubala, Cruyff), pero siempre tuvo muchos españoles (es decir, no catalanes: César, Migueli, Bakero) que se confundieron con los nacidos aquí (de Samitier a Guardiola). Ningún entrenador era -ni sería- criticado por contratar a muchos españoles; todavía, sin embargo, puede ser criticado por fichar a muchos extranjeros. Digan lo que digan sus detractores, da el fútbol mucho más de lo que parece. Incluso ideológicamente: hay más sinceridad sentimental en una sección de deportes que en cualquier otro departamento informativo. En las secciones deportivas, la españolidad es un grado (incluso en aquellas que están más cerca de la esfera pujolista, y aunque no españoleen sino estatespanyolegin), una españolidad perfectamente compatible con la catalanidad más entusiasta. El interés narrativo e ideológico del final de Amor demuestra que puede llegar a ser más interesante el fútbol cuando el balón descansa que cuando anda suelto por el césped. Parece una broma decirlo durante este Mundial, el más mediático y mediatizado -verdadero pensamiento único-, pero lo cierto es que, sin balón, estos modernos mercenarios de la lucha simbólica que son los futbolistas aparecen frente a la opinión pública desnudos: sin obligaciones militares, mostrando exclusivamente su rostro y su serrano cuerpo, a veces como esclavos de lujo, a veces como ídolos de oro o de barro. Cuando se enjuga el sudor y momentáneamente cesan las hazañas bélicas, el escenario mediático del fútbol incorpora diversos frentes puramente narrativos: jugadores y entrenadores protagonizan historias de amor y odio; son comprados, ensalzados, repudiados, perseguidos o ninguneados; hay trata de blancos y de negros, cambalaches vergonzosos, comercio carnal a gran escala, y es frecuente, como acontece este año, que los hijos próximos sean repudiados y los foráneos acogidos cual hijos pródigos. En este bullicioso contexto, los periodistas deportivos se convierten en informadores económicos y analizan día a día el ascenso o la caída de los precios. Los jugadores ofrecen sus jamones, pata negra, al deseo público; los presidentes blanden los millones con naturalidad de hermanas Koplowitz; los intermediarios culminan el agosto en el que están perpetuamente metidos (¡quién pillara las migajas que caen de las comidas de trabajo de Minguella!), y los entrenadores se marchan como apestados o llegan como mesías. Cada año, recién terminada la Liga, el mundillo futbolístico organiza un gran strip-tease sentimental sin el estorbo de las camisetas, las botas y los chándales: sonrisas y lágrimas, novelas de amor y de misterio, ensayos patrióticos. Incluso el Mundial ha sido más jugoso mientras se preparaba que cuando ha dejado de ser pura especulación y ya se ha materializado en previsible juego. Los reportajes en Puente Viesgo, las lágrimas de Amor, la personalidad de Clemente (tan española a fuer de vasca), las tiernas historias personales que cada jugador embotella y que los periodistas diariamente descorchan... Nada es comparable al espectáculo puramente mercantil, sentimental y metafórico que el fútbol acoge cuando el balón reposa. Sin balón, la épica es más pura (se nutre de la memoria engañosa y complaciente) y la lírica es mucho más intensa, porque el futuro avanza en el tren del deseo, un tren que, como es sabido, no tiene parada en cercanías. En estado de reposo, pues, los protagonistas del mundillo futbolístico reúnen todas las formas de la sugestión: son carne de memoria, carne de ensueño y carne de cañón de actualidad. En cambio, cuando bota realmente en los estadios, el balón deja un poso de insatisfacción muy parecido al que acostumbran a dejar las sábanas de una cama que ha sido muy deseada: el orgasmo que exige una victoria requiere el suplemento épico de un locutor, es una eyaculación demasiado rápida que esconde el tedio de un excesivo esfuerzo de atención. Los partidos duran casi siempre demasiado. Mientras que en los sueños y en la memoria (y a la manera especulativa que permite el reposo) el fútbol se convierte en la madre de toda ficción, cuna de las emociones, mina de sentimientos. Sin frontera, sin filtro, sin pretexto. Cuanto más decepcione el juego en este Mundial, más se impondrán en la memoria las hazañas legendarias que creíamos ver y más aumentará el deseo de los nuevos héroes que van a llegar el próximo septiembre. Y así sucesivamente.

Antoni Puigverd es escritor.

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