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Temporada de caza

Sin ceremonias ni ritos, como cada año, se levantó la veda y millares de hombres aguerridos se lanzan a trotar por los campos madrileños y manchegos, invadiendo el alba del sábado y del domingo con el, para ellos, alegre crepitar de la fusilería. Tampoco es muy grande sacrificio, ya que sospecho que la temporada de caza se establece en los confines del otoño y del invierno, que es cuando amanece a una hora casi humana. Al tiempo se le da una oportunidad a las aves gallináceas y a los veloces lagomorfos -para los ignorantes, como un servidor antes de consultar la enciclopedia, perdices, codornices, liebres, conejos, etcétera- de conservar la existencia. Hay censadas varias decenas de miles de cazadores en nuestra Comunidad y las circundantes, que en ese ejercicio encuentran un placer sencillo e insuperable. Es decir, así pasaba hace unos años, aunque la parcelación y carestía de los cotos haya planteado peliagudos problemas en la economía familiar. Porque ha sido un deporte popular de. las clases modestas. Hoy, quizá sea más asequible practicar el golf.¡No se me echen encima, por favor! Mis antecedentes cinegéticos personales son prácticamene inexistentes, así como en el orden ascendente de mis antepasados; jamás se disiparon las dudas sobre la veracidad de mi abuelo Eulogio y su lucha a muerte con un oso pardo en los Picos de Europa. En aquellos tiempos estaba muy mal visto llevarle la contraria a las personas mayores, que aprovechaban los efectos de la educación judeocristiana para tirarse unos pegotes de órdago, que me llegaron ya de segunda mano. Mi propio padre no iba a destacar en esa actividad. Médico en un pueblo grande de la provincia de Ciudad Real, cuando la práctica omnímoda era el verdadero doctorado de su profesión y hoy llamaríamos master rural, quiso adaptarse a los hábitos de su clientela, entre las que primaba la actividad depredadora. Sin ánimo crítico, transmito lo que alguna vez comentó. La vocación y su ejercicio le encaminaron hacia la salvación de vidas, entre las que se encontraban no sólo las de una nutrida parroquia, sino alguna yegua de parto o un mulo enfermo, algo que solía suceder cuando se ausentaba el veterinario. Ello conjugaba mal con las exterminadoras expediciones matinales, pero un sentido de la adaptación social empujaba a compartir la general costumbre.

Se limitaba a disparar hacia las nubes, pero la suspicacia venatoria, como la de menores piezas, es muy difícil de burlar durante mucho tiempo. Una primera deducción estuvo acertada: el doctor era un pésimo cazador. Ello, unido al respeto que suscitaba su condición, les indujo a echar una mano niveladora. Así me lo contó: "Iba con la escopeta al hombro, procurando guardar distancias con los otros, cuando, en un pequeño claro entre los arbustos, vi un gazapo que no escapaba, como hacían los demás. Intenté espantarle, pero el animalillo parecía extrañamente fijado en el mismo sitio. Escuché voces, entre las que distinguí la del alcalde, me eché el arma a la cara, cerré los ojos y apreté el gatillo. El conejo resultó ligeramente destrozado y, de entre las matas, surgieron los diestros varones del lugar que, sin contener las risas, me mostraron la pata trasera del pobre bicho, por donde le habían atado a una raíz. Tiré la escopeta contra una piedra, lo que provocó que saliera el segundo tiro, que, por milagro, no hizo blanco. Me negué a recuperarla".

He tenido bastantes ocasiones de asistir a cacerías en espléndidas fincas de perdices, o serranías que cobijan al jabalí y al ciervo, admirando objetivamente la destreza y puntería de los tiradores, disfrutando del aire puro de la altiplanicie, el protocolo de las partidas con ojeadores, la fiesta nocturna, donde las damas exhibían las mejores joyas y vestidos. También fui, un par de veces, invitado por algunos entrañables tipógrafos, de la imprenta del diario Informaciones a la que estuve ligado. En cierta ocasión manejé una escopeta y maté una liebre, no sé si por casualidad o porque también me la pusieron a tiro. El hecho de no compartir tal afición no me alinea, en manera alguna, entre quienes la condenan, porque comprobé el ánimo ingenuo de quienes eran felices con una carabina, un perro y un zurrón, aunque casi siempre volviese vacío.

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