No hay quinto malo
Miguel Induráin parece haber escuchado a MacArthur: "Los viejos soldados nunca mueren; desaparecen". En vez de caer fragorosamente en combate, ha ido extinguiéndose durante estos meses en los que ha permitido que se esfumara su perfil, como si él mismo se fuera borrando lentamente con esa retirada metida ya en tiempo de descuento. Y ha hecho bien.Todos habríamos querido creer que el sexto Tour estaba aún a su alcance. Pero las pruebas eran concluyentes. Aunque su última temporada distara mucho de lo despreciable -el oro olímpico y otros frutos en absoluto amargos- la gran carrera francesa nunca amaga para no dar. Jamás un corredor había sido derrotado en la totalidad de los puertos de alta montaña para resurgir vencedor el año entrante. Y nadie deseaba ver a un Induráin mal medido de sí mismo, sabedor de que no podía luchar por la victoria, barrido, impotente, del ciclismo.
Lo deja, ni pronto ni tarde, sino con el tiempo de haber completado una obra de arte: con todo un ciclismo por detrás.
Bahamontes no lo había podido hacer porque los suyos eran los tiempos de la hazaña individual, como un ultimísimo de Filipinas, sin suficiente España alrededor. Ocaña, menos todavía, puesto que si hizo ciclismo sería el francés, allí donde escribió un par de compendios en el arte del pedal. Perico ya puso una que otra primera piedra enseñando a no balbucear ante las cámaras, y obteniendo sauna y sus prorratas al término de cada victoria. Pero sólo Induráin podía colmar la era de Induráin.
El ciclista navarro se desvanece ahora sin dejar una sima tras de sí. Ello no significa que, necesariamente, vaya a aparecer en los próximos eones una figura parigual, ni en el deporte español ni en el comunitario, porque ni siquiera Europa occidental, la auténtica gran potencia del ciclismo, produce materia prima en cantidad para el encadenamiento de genios. Pero, sí deja una sucesión compacta con un verosímil jefe de filas, el vasco Abraham Olano, que atestigua de una marcha en bloc del deporte en España.
Por redondear las efémerides habría sido un gran final que en la meta de Maastricht, como tantas veces en los Campos Elíseos, hubiera estado la mole falsamente confiada del corredor navarro. Pero su legado es, hoy, tan imponente como su palmarés. Porque Miguel Induráin se va, se va, pero se queda, por todo lo que ha dado al ciclismo español.
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