Un deporte de equipo con las mejores individualidades
Tener el mejor jugador del mundo -el máximo goleador en cuatro Juegos Olímpicos- y el portero más valioso se presentaba como la fórmula mágica para conquistar el trofeo más preciado de cuantos se disputan en la carrera del deportista más exigente, como es la medalla de oro. Y el equipo español de waterpolo disponía desde Moscú 80 de Manel Estiarte y desde el Mundial 86 de Jesús Rollán, el mejor artillero y el meta más fiable, respectivamente, de los que compiten en una piscina. El título olímpico, sin embargo, se les resistía.Habían amontonado hasta 10 diplomas, entre campeonatos de Europa, del mundo y Juegos Olímpicos. Incluso habían subido al podio: dos veces como terceros y cuatro como segundos. Y tenían el oro colgado del cuello en Barcelona 92 cuando los italianos se lo arrancaron como pirañas en una final que puso un punto de desilusión a unos Juegos maravillosos. Pero fue, al mismo tiempo, el inicio del asalto definitivo.
Toni Esteller había iniciado la faena con un valioso puñado de delfines capaces de desafiar a los tiburones húngaros y rusos; el croata Dragan Matutinovic les infundió disciplina y un espíritu ganador sin precedentes, que únicamente sucumbió ante la competitividad de los italianos del serbio Rudic,y Joan Jané les proporcionó la estabilidad necesaria para navegar contra corriente.
Llegaron así a Atlanta con el llanto de Barcelona a cuestas y se tomaron la revancha en un partido tan emotivo en la grada como pleno de sentido común en el agua. Rollán fue una pared, Estiarte marcó tres goles y Jordi Sans expresó en una jugada que puso la firma al partido -un gol de espaldas a la portería la rabia, el orgullo y el descaro de un colectivo ganador forjado en la adversidad. Nadie más que ellos merecía el oro.
La explosión de alegría fue tan rotunda como la decepción de Barcelona. El waterpolo encontró en el rostro de la familia real su mejor espejo. El Rey, la Reina y las Infantas procuraron estar al lado del equipo hasta que logró subirse al primer cajón del podio. La final contra Croacia resultó el mejor resumen del waterpolo español: del 1-3 se pasó al 7-5.
La imagen de Jordi Sans celebrando el gol del triunfo al estilo de Bebeto, balanceando los brazos como si meciera a un bebé, ratificó la felicidad del colectivo español y dio paso a una nueva reflexión. Ya nadie hablaba de retirarse tras haber llegado a la meta más alta posible -la media de edad de los seis pilares del equipo rondaba los 29 años-, sino que el propio capitán, Manel Estiarte, advertía que había llegado el momento de disfrutar del deporte sin sufrimiento y sin la presión del oro.
Cumplidos los 35 años, Estiarte confía en el Europeo de Sevilla para ratificar la jerarquía española y presumir de un currículo sin precedentes. Y entonces quizá será el momento de entregar el relevo en el agua, que no en el vestuario. El waterpolo vive de la clase de Estiarte, del esfuerzo de Sans, de la experiencia de Jané, de la entrega de Pere Robert, de la inteligencia de Bestit... del saber hacer de un grupo que ha convertido un deporte minoritario en la práctica en un deporte masivo entre los telespectadores.
El éxito olímpico no se ha traducido todavía en el número de licencias ni en la difusión. El waterpolo sigue siendo un deporte de equipo anónimo que cuenta con las mejores individualidades del mundo. El suyo es un recorrido limitado, localizado en Cataluña, que vive aún de jugadores de la llamada escuela de Madrid y que persigue a nivel español el reconocimiento que tiene a escala internacional. La tarea de Jané no es fácil. El técnico, sin embargo, demostró en Atlanta que su trabajo de selección resultó impecable. El próximo reto es aún más difícil: mantenerse en la cúspide con un equipo que debe renovarse.
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