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Tribuna
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Fotogramas.

Llevo una temporada -concretamente- desde la madrugada del 4-M- en que, literalmente, voy por la calle desovariándome de la risa. He gozado de la suerte, además, de estar en Barcelona durante los días siguientes a la histórica jornada electoral, y nada me producía más placer que escuchar por la radio las emisoras catalanas, a la hora de las tertulias, para darme el gustazo de oír a los opino/crispadores profesionales meterse la lengua en el recto -como diría mi querido Forges-, y en directo. Lo de donde dije digo digo Diego es cosa de párvulos comparado con las cínicas retractaciones lanzadas al éter. He llegado a oírle decir a un dilecto prócer de ésta mi asombrosa profesión que el calificativo de España profunda, adjudicado por su diario a los votantes del PSOE, no se refería a la España ignorante, sino a "esos españoles que escondieron profundamente su intención de voto". Habrá que regalarle un Casares en braille.Entonces volví a Madrid, justo para asistir a la primera gran fiesta posterior a las elecciones: resultó ser la entrega de los premios Fotogramas de Plata que la cincuentenaria revista de cine de mis amores concede todos los años. Y fíjense en la casualidad: era -es, lo ha sido siempre- una fiesta catalana, surgida de la pasión por el cine que hay en mi ciudad, y una fiesta nacional, desparramada como polvo de estrellas por toda nuestra geografía. La fiesta resultó un divertido espectáculo, y los ganadores, aparte de quienes recibieron los premios, fuimos todos.

Porque había en la fiesta, además de la alegría que la celebración del cine siempre produce cuando nos reúne, otra satisfacción adicional: la de sabernos un pueblo maduro -en el cine y fuera de él: a la hora de las grandes decisiones- y un público que va a seguir regocijadamente el show que se avecina.

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