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Nijinsky con botas

El fútbol se llena de nostalgia con el adiós de Marco van Basten

Santiago Segurola

Se hablaba de Marco van Basten en presente, pero se pensaba en pasado. Ahora es pretérito definitivo. Se ha retirado del fútbol con 30 años, después de casi tres años de inactividad masacrado por las lesiones de las rodillas y envuelto en el olor a cloroformo de una interminable sucesión de operaciones. Casi parece remoto aquel 23 de mayo de 1993, su último partido con la casaca rojinegra del Milan, la final contra el Olímpico de Marsella. Capello apeló, su nombre, a su prestigio, al temor reverencial que infundía a los defensas, para ganar el partido, pero Van Basten estaba definitivamente herido después de cinco meses de baja. Por primera vez, Van Basten no pudo dirigir al Milan a la victoria. Abandonó el campo en el minuto 85, sustituido por un jugador de la tropa corriente, Eranio, y prosiguió el triste periplo de clínicas que a terminado ahora. El jueves pasado anunció su retirada y el fútbol se llenó de la nostalgia que provoca el adiós de los jugadores irrepetibles. Podría haber bailado en el Kirov con botines y tacos metálicos. Era un Ninjinsky imposible, entronizado sobre una estatura superlativa -1,87- y una elegancia natural que e impedía desarmarse en cualquiera de las suertes el juego. Incluso cuando buscaba la pelota dividida frente al pie grande de los centrales, Van Basten tenía un aire regio, una dignidad estética que causaba asombro. Había una suerte de magnificiencia en todo su repertorio, que era enorme. Cabeceaba como un inglés, tocaba como un argentino y su regate, largo o corto, tenía el aroma exquisito de su maestro: Johan Cruyff. Los remates eran exactos, sin el barroquismo de Romario, pero con la misma precisión. Cazaba el gol de mil maneras diferentes con un leve empuje a la pelota, con un remate violento (sus voleas y tijeras serán inolvidables) o con una descarga sobre un regate imperial. Y la figura siempre compuesta, equilibrada, casi solemne.El temperamento tampoco le faltó. Estábamos ante un ganador. Todo lo que hacía Van Basten mejoraba la jugada, y si era en un partido trascendente, la mejora era decisiva para dar la victoria a sus dos equipos, el Ajax y el Milan. Lo dicen los números: tres Ligas, tres Copas de Holanda y una Recopa con el Ajax; tres scudettos, dos Copas de Europa y dos Copas Intercontinentales con el Milan. Y la célebre Eurocopa con la selección holandesa en 1988, donde dejó para el recuerdo varios goles memorables y donde verdaderamente alcanzó la categoría de heredero de Cruyff.

Llegó al Ajax cuando Cruyff salía. Literalmente. Una tarde de abril de 1982 sustituyó al viejo maestro en un partido Ajax-Nimega. Siempre dijo Cruyff que aquel muchacho era el mejor de su generación, el jugador que quería para sus equipos. Lo tuvo en el Ajax, pero no lo consiguió para el Barcelona. Cuentan que Berlusconi sufrió un flechazo cuando revisó un vídeo con los goles de Van Basten en su última temporada en el Ajax. Le contrató junto a Gullit y allí comenzó la era del Milan.

Un día de 1987 le preguntaron a Maradona por Gullit, efervescente en su primera temporada en el Milan. "El bueno es el otro holandés", contestó Maradona. Aposté por un jugador que sólo jugó 11 partidos de Liga, debilitado todavía por su primera lesión en la rodilla. Meses antes, le había cazado un tal Riekerink, defensa del Groningen, uno de los muchos que apuntaron fijo contra la pierna de Van Basten.

El tiempo confirmó el pronóstico de Maradona. Van Basten superó la exuberancia de Gullit simplemente porque era mejor futbolista. Por eso fue normal que el punto de referencia en el Milan cambiara en apenas un año de Gullit a Van Basten. En San Siro, la gente guapa acudía con postizos de pelo a lo Gullit, pero la tranquilidad milanista descansaba sin duda sobre el talento de Van Basten, uno de los tres jugadores -Cruyff y Platini son los otros dos- que ha conseguido en tres ocasiones el Balón de Oro como mejor futbolista europeo.

Finalmente se convirtió en el símbolo de un equipo inabordable. Tenía títulos, dinero y prestigio. Le faltó algo de felicidad porque siempre echó en falta la presencia de Cruyff. Quizá por eso resultó difícil su relación con Arrigo Sacchi, el célebre entrenador del Milan. Le acusó de mecánico, de poner el sistema por encima de los jugadores, de rehuir cada vez más el ataque. Añoraba a Cruyff. Mientras tanto, su carrera comenzaba a quebrarse por el lado de la de rodilla. Seis operaciones en siete años. El final se hizo irremediable en 1993. Como un cid rojinegro salió maltrecho a disputar la final de la Copa de Europa al Olímpico de Marsella. Nunca más volvió a jugar. Apenas tenía 28 años, pero ya se había atrevido a llamar a las puertas del cielo que cobija a Pelé, Di Stéfano, Maradona y Cruyff.

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