El flautista de Chamartín
Según dicen, Emilio va a impartir a los japoneses su última lección. Por un momento les mostrará su fútbol oblicuo, ese misterioso juego de anticipación en el que imposible toda profecía. Le identificarán muy pronto: verán cómo, escondido en los despeñaderos del área, espera recibe y se detiene; entonces comprobarán que el reloj se para con él. Una vez más, el enemigo tratará de medir sus intenciones: ¿Disparará?¿La pondrá en el segundo palo? ¿Le hará un guiño redondo al medio volante? Será inútil elucubrar. De repente, una voz interior le dictará el pase; allí se abrirá un claro, y por él aparecerá un delantero insurgente para firmar el gol.
Emilio y su música llegaron al principio de los años ochenta procedentes de un patio de colegio. Acostumbrado a prosperar en las esquinas y otros pequeños espacios de una cancha de baloncesto, había encontrado la herramienta capaz de abrir los cerrojos de entonces. Sin embargo no venía con un soplete; venía con un diapasón. Ajustaba en un segundo el tono y el ritmo, y tenía una habilidad de gavilán para moverse en las distancias cortas. Cuando quisimos darnos cuenta, estábamos recreando las cualidades del buitre.
Un cuarto de hora después era un hombre famoso y media hora más tarde un hombre aturdido; es decir, un estudiante de COU que pedía una explicación.
Puesto que sus toques mágicos no eran el producto de un conocimiento adquirido, sino la expresión de un golpe del instinto, nunca entendió muy bien por qué se le valoraba tanto.
En realidad su secreto era elemental: en su improvisado repertorio, pensar y actuar eran una misma cosa.
Un día empezó a llegar tarde a todos los balones, y en apenas dos años sufría ese silencio crepuscular que suele caer sobre los magos de salón a quienes de pronto se les oscurece la bola. Así, sin previo aviso, pasó de la gloria a la indiferencia.
Y, sin embargo, él fue quien terminó con la plaga del fútbol industrial. Es todavía aquel geniecillo urbano que ganó dos copas de la UEFA y cinco ligas consecutivas, y aquel flautista solitario que se llevó por los vomitorios de Chamartín a miles de niños fascinados.
Mientras esté contando sus últimos yenes le deberemos una breve memoria.
Al menos habrá que recordar los cuatro goles automáticos que le clavó a la ruda Dinamarca de Elkjaer Larssen, y los tres goles sinfónicos que le recitó al exquisito Anderlecht de Scifo y Vercauteren.
En todo caso, sus seguidores más fieles no conseguirán olvidar que, como el Camarón de la Isla, una vez le cantó al Cádiz el más jondo de sus goles.
Indudablemente, aquel fue un gol por bulerías.
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