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TOUR 93

La tiranía de Induráin deja el Tour sin enemigo

Bugno, Breukink y ZüIle se despiden del podio tras la etapa reina alpina

Luis Gómez

La hegemonía de Induráin mostró ayer su aspecto más irritante. Es su cara oculta. Nadie está libre de algún pecado. Su magnanimidad alcanza el extremismo, razón por la cual todos los especialistas se lanzaron ayer a sus máquinas de escribir extrañados por la conducta del líder, sospechoso de haberle regalado otra etapa al suizo Rominger. El Tour es suyo, y los adjetivos para calificar su autoridad están agotados desde hace un par de días. El diccionario no da para más. Por eso se le exige que domine como lo han hecho los grandes. Que sea cruel si es preciso. No, desde luego, que convierta el podio en una corte de aduladores.

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Bajo el reinado de Induráin empiezan a crecer los parásitos, corredores de inestimable mérito cuya principal virtud es la de haber sabido soportar el ritmo del español. Se trata de hombres a quienes alienta un espíritu fundamentalmente práctico. Ya que no pueden derrotar al español fijan su objetivo en colaborar con él, sabedores de que esa posición les puede garantizar un lugar en el podio. Y el podio pierde parte de su sentido: al paso que va este Tour no serán sus dueños quienes han combatido con el líder sino sus principales aliados. Vistas así las cosas, el declive de Chiappucci y Bugno no deja de ser una mala noticia.La magnanimidad de Induráin ha tenido un efecto a corto plazo. En ningún momento este Tour ha vivido la formación de una coalición contra el líder, como propuso alguna prensa francesa ("Todos con Chiappucci", tituló en portada un semanario). Salvado el principal escollo tras la primera etapa alpina, Induráin ha decidido seguir con la misma política: provocar una selección de corredores donde predomina la adhesión al líder. Es la dictablanda de Induráin, una conducta mucho más sofisticada que la puesta en práctica por Anquetil. La calculadora de Induráin es infalible, pero va camino de convertir este Tour en una carrera sin aristas.

Tan es así que la ascensión a Isola sólo tuvo interés con las incorporaciones al grupo de cabeza de corredores como Chiappucci y Millar, ambos empeñados en un continuo viaje de ida y vuelta. Desde las primeras estribaciones de un puerto diseñado a imagen y semejanza de Alpe d'Huez (curvas numeradas del 1 al 31 y apellidadas según los nombres de 31 ganadores del Tour) era posible prever que desde Rominger a Mejía pasando por Hampsten y Jaskula era inútil esperar una ofensiva. Los intentos de Rijs fracasaron inmediatamente y el esfuerzo de Chiappucci y Millar les llevó a la derrota. Rominger se ha convertido en el mejor lugarteniente de Induráin y ese es un hecho lamentable si se tiene en cuenta que el suizo ha demostrado ser el segundo corredor más fuerte. Gracias a su colaboración ha obtenido pingües beneficios: el podio está a su alcance cuando hace unos días estaba casi descartado además de haber cosechado dos etapas. El premio es más que generoso, pero ha perdido su identidad como rival.

La jornada guardaba el diseño de las grandes etapas alpinas, aquellas que castigan cualquier flaqueza y que permiten operaciones a gran escala. La primera ascensión asomaba tras cumplirse con el protocolo de la salida y el trazado reservaba una orografía irregular. Se subía o se bajaba, no había término medio. La longitud del techo del Tour (el Bonette-Restefond de 2.804 metros de altitud) significaba un escenario impresionante salpicado de trampas entre falsos llanos, tímidos descensos y curvas engañosas que parecían advertir de un final cercano. Lo cierto es que la cumbre no se alcanzaba nunca y sólo aquellos corredores armados de paciencia o guiados por una velocidad constante fueron capaces de sobrellevarlo. El puerto en cuestión fue la tumba de Bugno, Breukink y Zülle, a quienes la desesperación impedía guardar la calma.

El ataque de Millar, al que Delgado apenas pudo acompañar un breve lapso de tiempo, significaba una operación sin gravedad. Por entonces, la selección natural de la carrera se había inclinado por Induráin y su corte de aduladores. La presencia de Delgado carecía de importancia y si acaso tenía mayor trascendencia la consolidación del papel que está dispuesto a desempeñar el joven Antonio Martin, una promesa en ciernes. El propio Chiappucci se ausentó del corrillo y esperó al descenso para enlazar con el líder. Había desaparecido por entonces cualquier rastro del enemigo: Induráin desfila por este Tour.

Rominger, Mejía, Jaskula, Hampsten y Rijs ocupan en estos momentos las posiciones de privilegio de la carrera. Y a ninguno de ellos se tiene por enemigo. A excepción de un salto de Rijs, están donde están sin haber intentado un solo ataque. Han viajado en el vagón de Induráin y han sido leales. El Rey les ha recompensado por ello. Su acatamiento conduce este Tour a un desenlace prematuro y previsible: en algún momento disputarán entre sí el acceso al podio si todos ellos siguen mostrando capacidad para mantener el ritmo del líder.

E Induráin muestra su poder omnímodo, inabordable, insensible. ¿Es la de Induráin una crueldad de rango superior? Aceptado unánimemente como el gran señor del Tour, el aficionado y el especialista demandan que lleve hasta sus límites toda demostración de su poderío, disfrutar plenamente de quien es el más grande. Dado que su victoria es inapelable, que gane siempre, que gane sin compasión. Porque su generosidad propicia la trampa. Y la trampa es un podio de amigos.

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