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Suerte

Tengo amigos que, en los últimos años, se quejan a menudo del tiempo que les ha tocado vivir; son cuarentones todos, y de la izquierda; en general, gentes generosas que arrimaron el hombro en su momento y que hoy se encuentran perdidos en el vértigo de los sucesos y los días. Les entiendo, pero no comparto su desconcierto. A decir verdad, creo que tenemos mucha suerte con los años que nos han correspondido.Los que andamos cumpliendo ahora los 40 vivimos nuestra adolescencia y la primera juventud en un mundo en expansión abundante de sueños y prodigios. No quiero mitificar aquellos años sesenta y setenta, glorificados hasta la náusea en libros y películas. Eran tiempos inocentes, a menudo incluso bobos. Pero eran tiempos muy estimulantes para vivirlos joven. Mejor los errores y las tricomonas del amor libre que los horrores y el temor del sida. Y era más divertido aspirar a romper los prejuicios sociales que a romper el récord de enriquecimiento rápido.

Ahora, dos décadas después, empezamos a atravesar el umbral de la madurez, una época, por lo que se ve, fatal para las neuronas. Porque los humanos tendemos a engordar de cabeza para entonces, a petrificarnos en nuestras pequeñas opiniones y en una mirada fija sobre el mundo. A partir de cierta edad cuesta mantener la frescura y la flexibilidad intelectual: es como si te cargaran las ideas con perdigones. Y justo en ese instante, cuando empezamos a apoltronarnos en nuestras creencias como quien se repantinga en un sillón viejo, hete aquí que nos borran el mundo. Que nos vuelven del revés la realidad y hay que empezar de nuevo. Por mucho que queramos lo contrario, el desplome de las cosas nos impide atocinarnos en nuestros tópicos. Nos impide envejecer intelectualmente. Esto sí que es una suerte: viva el caos.

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