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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Todo un demócrata

La vida pública de José María Gil-Robles comprendió, como es sabido, dos grandes capítulos. El primero, de ordinario considerado como el más trascendente, abarcó su intensa acción política durante la Segunda República. El siguiente, cuya importancia debe empezar a ser reivindicada, fue el largo período en que se desenvolvió en el ostracismo y la oposición al franquismo.Al hilo del aniversario de su muerte, EL PAÍS me ruega un breve artículo sobre Gil-Robles. Acepto muy gustoso por consideración debida a su memoria.

Si volvemos nuestra mirada hacia Acción Popular y la CEDA no podremos identificarnos con sus programas ni con sus mensajes, demasiado anticuados y a la defensiva, incluso en comparación con otros movimientos europeos análogos de su tiempo. Pero sentiremos una infinita simpatía con las actitudes mantenidas por algunos de sus líderes como Luis Lucia y Manuel Giménez Fernández. Este último clasificó en cierta ocasión con gracejo a los parlamentarios cedistas en tres grupos: democristianos (muy minoritario y al que pertenecían los dos citados), conservaduros (sic) y gilroblistas. Desinteresado por entero de las actitudes de los conservaduros, parte de los cuales acabó sembrando, junto con no pocos radicales de la derecha y de la izquierda, la funesta semilla de la guerra civil, me ha parecido siempre, sin embargo, apasionante el esfuerzo del gilroblismo.

Un prestigioso historiador, situado por su ideología a gran distancia de la derecha, Jaime Vicens Vives, escribió que el gilroblismo no era contrario "al funcionamiento de un régimen democrático, pero", añadía, 9a opinión republicana los consideró, erróneamente, como reaccionarios clericales, dictatoriales y prefascistas...". Probablemente este error de valoración puede tener alguna explicación, que no justificación, en la firmeza de carácter de Gil-Robles, que formaba parte de su activo, así como aspectos del estilo y la forma de comunicarse con las masas con perfiles autoritarios difíciles de negar y que me temo deban contabilizarse en su pasivo.

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Pero, en lo sustancial, su, aportación a la Segunda República es la de un demócrata tan convencido de las virtudes del régimen de convivencia en libertad como opuesto al empleo de la violencia como arma política. La de un jurista comprometido con la filosoffia política del Estado de derecho y la de un hombre prudente cuya,capacidad de liderazgo, bien palpable en cualquier pasaje de sus magníficos discursos parlamentarios, fue siempre de la mano de la templanza y de una moderación bien captadas por Jesús Rabón cuando. defendió que el líder de la CEDA "reprodujo el fenómeno de Maura, en cuanto sabía reproducir el entusiasmo de los que eran moderados por las ideas y el temperamento". Claro está que el huracán del radicalismo menguó hasta lo indecible las filas de los moderados y que el estallido de 1936 dejó a Gil-Robles con el apoyo de un cada vez más exiguo ramillete de amigos.

Maurice Schumann, en 1962, escribió: "La adhesión demostrada en todo momento hacia la doctrina de la Iglesia y las simpatías que sintió entonces por el ejército parecían obligar a Gil-Robles a abrazar sin reservas la causa de los militares sublevados el 18 de julio contra el Gobierno del Frente Popular. Pero Gil-Robles creyó siempre que la guerra civil era evitable, y desde un principio manifiesta su dolor mediante el apartamiento. Después de una breve estancia en Biarritz, se exilia en Portugal, donde reside hasta el año 1953. No tiene, por tanto, sangre en las manos". En sus memorias, José María Gil-Robles apostillaría de forma tan lúcida como lacónica: "Ésta ha sido mi tragedia. Tal vez haya sido también mi mayor gloria".

En el dilatado y gris periodo de oposición al franquismo también vive entre la tragedia y la gloria de procurar ser consecuente con sus convicciones. Su largo exilio a escasa distancia física del gran ausente regio, don Juan de Borbón, y sus posteriores esfuerzos desde Madrid por organizar equipos humanos de auténtica valía -Gil-Robles no quería asentar su liderazgo sobre fieles mediocres, sino que creía como Tocqueville que la democracia debe ser el sistema político por el que se elija a los mejores para el gobierno de la comunidad- formados en los valores democráticos de las auténticas democracias cristianas europeas en paralelo a otros esfuerzos análogos fueron realmente meritorios, a la par que permitieron que no toda la derecha española estuviese comprometida de hoz y coz con el régimen del general Franco y que se formaran cuadros políticos en la filosofía de la libertad.

Como es connatural a la vida misma, la de Gil-Robles es pura evolución. Si en la Segunda República criticó con agudeza los excesos de la izquierda, durante la guerra civil y sus años posteriores, sin abandonar sus convicciones, no pudo comulgar con los errores y las culpas de una determinada derecha que gobernaba desde la exclusión del adversario. Es la etapa de su vida presidida por la búsqueda de una convivencia pacífica de todos los españoles, de reiniciar el diálogo con antiguos contrincantes y en especial con los socialistas. José María Gil-Robles recorrió durante muchos años el camino cívico de intentar poner las bases de una fuerza política democristiana con el único bagaje de su dignidad personal y unas profundas convicciones democráticas en las que ya nadie podía dudar seriamente. Quizá no fue muy realista al infravalorar el nuevo empuje de los nacionalismos vasco y catalán, pero en general fue un fino analista atento a la evolución de su tiempo y a las nuevas exigencias de la construcción europea. Cuando la marginación del régimen político imperante por entonces dejaba a España extramuros de las nacientes comunidades europeas, tuvo el coraje, junto a Madariaga, Ridruejo y tantas otras personalidades, de dar el clarinazo que podía despertar a una opinión pública ampliamente desinformada. Su participación en el congreso de Múnich se convirtió en el centro de todo tipo de injurias, promovidas desde altas instancias oficiales, de las que no tenía medios con que defenderse. Fue obligado en su vejez a volver a beber las amarguras del exilio. A su vuelta, su pensamiento y su voz ni destílahan amargura ni habían cambiado un ápice su rumbo, y seguían buscando, cada vez cori más autoridad, superar el régimen de coexistencia para constituir un sistema de auténtica convivencia.

Por supuesto, su lucha de 1939 a 1977 se salda con un completo fracaso en el terreno político práctico: ni un solo escaflo, en las elecciones de junio de 1977. Pero su testimonio de demócrata consecuente es uno de los hitos más importantes que jalonan esa minoritaria tradición española que con frecuencia se olvida y que, junto a otras, debe ser reivindicada. La que -como uno de nuestros filósofos afirmaría- a base de esfuerzos se ha visto obligada a buscar el aire que respirar, el que tenía que hacer vibrar para hacer sonar en "la espaciosa y triste España" unas cuantas palabras mesuradas, unas pocas palabras de convivencia.

Óscar Alzaga es abogado y catedrático.

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