La España tonta
Quizá Angela Channing haya muerto ahogada en su propio vino, sepultada por las gloriosa barricas de la codicia: el cataclismo pone fin a un largo episodio de Falcon Crest. Pero probablemente emerja de nuevo de entre las olas del caldo tinto y vuelva a ser la bruja malvada del valle de Tuscany, como la llama uno de los personajes, que tampoco es un ángel. Angeles hay pocos en esta serie, y eso es algo que le da verosimilitud. Todas las historias quedan en punta después del cataclismo: un loco asesino en fuga, una loca tranquilizada por el psicoanálisis, un juicio pendiente un niño recién llegado y su sospechosa niñera británica, el cañón de una pistola apuntando, la jóven china que es precisamente experta en sismología... Hay para frotarse las manos pensando en la reanudación, cuando Televisión Española compre la nueva serie de Falcon Crest.He leído a un maestro de la literatura quejarse de que Falcon Crest -y sus gemelos- están entonteciendo a media España. Difiero. La pasión de saber quién es quién, quién está con quién y por qué, ha sido probablemente un ejercicio de perspicacia, un estímulo a estar alerta a la hora de la digestión. No es literariamente inferior a los folletines franceses de fin de siglo -y a los españoles-, con su especialidad en trances violentos y sensibles, en inocencias perseguidas y a veces atropelladas, en la demostración de los abusos de una clase social; un género maldito en su tiempo, y rescatado después por algunos eruditos y algunos semiólogos, que le encontraron unas formas de adhesión a su tiempo, de crítica y de exposición de lacras, que pocas veces tuvo la gran literatura. Quizá los de senterradores futuros de nuestro tiempo encuentren en Falcon Crest algunas claves de una exasperación norteamericana que se expande, unos datos de identificación de la sociedad de los Irangate y los Watergate. Ya está pasando con el cine de la época de Roosevelt, probablemente flaco como expresión literaria pero enormemente expresivo de un tiempo de ilusiones. Falcon Crest -o Dallas, o Los Colby- son la espumilla literaria de un tiempo de decepciones. Quizá ver ese fondo, o percibirlo, a través de las mujercitas de porcelana y los hombres musculosos y agresivos, de las cien camas donde se mezclan todos con todos, de las intrigas y maldades de la mesa de despacho, de los francotiradores apostados para acabar con el virtuoso, las sociedades secretas y conspiradoras, no sea una simple creación de tontería.
En cuanto al supuesto entontecimiento de España parece que hay varias causas bastante más pesadas y agraviantes. Desplazar la inopia y la incultura a la televisión parece un recurso corriente, como el de culparla de cualquier pérdida de elecciones o ganancia de referendos. No es dificil intentar una explicación contraria: España está entonteciendo a la televisión, que en sí no es más que un vehículo, un medio de transporte de la imagen-idea, de la cara y de la palabra. Probablemente, si la demanda fuera otra, otros serían sus programas, sus seriales o sus documentos. La acusación tópica está muy metida dentro de un signo de nuestro tiempo, que es el de acusar al medio de aquello que refleja, por la dificultad considerable de acusar directamente a lo reflejado, o por lo menos de asumirlo.
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