Tribuna:El cine pierde a un mito y a un gran actor

La pasión por el disfraz de un actor de Shakespeare

Orson WeIles es sinónimo de cine y su figura es la mejor encarnación del director de filmes. WeIles es también el teatro y Shakespeare tal y como lo prueban sus versiones de Otelo, Macbeth, o ese pupurri genial titulado Campanadas a medianoche. Además, WeIles era un actor, un formidable actor que incorpora su personalidad en cualquier película y logra transformar todo cuanto está a su alrededor, un poco como si él fu era en la vida real y de ficción ese Falstaff prodigioso de Campanadas. Y que Welles es actor y ese es un trabajo que le gusta, el que le parece...

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Orson WeIles es sinónimo de cine y su figura es la mejor encarnación del director de filmes. WeIles es también el teatro y Shakespeare tal y como lo prueban sus versiones de Otelo, Macbeth, o ese pupurri genial titulado Campanadas a medianoche. Además, WeIles era un actor, un formidable actor que incorpora su personalidad en cualquier película y logra transformar todo cuanto está a su alrededor, un poco como si él fu era en la vida real y de ficción ese Falstaff prodigioso de Campanadas. Y que Welles es actor y ese es un trabajo que le gusta, el que le parece más mágico y auténtico a un tiempo, nos lo confiesa explícitamente en Fake (Fraude), donde prefiere siempre estar delante de la cámara o en la mesa de montaje. El arte es manipulación, ya sea simulando ser otro sobre la escena o en el plató, ya sea reorganizando en la moviola lo que ha captado el ojo de la cámara.La biografía de WeIles está ligada a Shakespeare desde el momento mismo en que empieza a relacionarse con el mundo del espectáculo. Es también en Fake donde nos cuenta cómo entró a formar parte de un grupo teatral irlandés cuando apenas tenía 16 años. Welles les engañó en todo -currículo, edad, experiencia- excepto en el talento. Luego, esta tendencia a presentarse siempre como una persona mayor de lo que en realidad era, se repetirá en todas sus películas, en las que muestra una desmesurada afición por el disfraz y el maquillaje, casi siempre teatral -es decir, exagerado, no naturalista-, tal y como lo demuestran la calva de Kane, la nariz de Arkadin -ayer Roy Ashton, el maquillador de Mister Arkadin, me hablaba de esto en Sitges para confirmarme que la caracterización del personaje era exclusivamente obra del cineasta-, el inspector Quinlán de Sed de mal, gordísimo y deforme demonio justiciero, el Falstaff ya citado o el envejecido y todopoderoso protagonista de Una historia inmortal. ¿A quién quería parecerse Welles, qué buscaba en ese plus de edad? Hay una explicación obvia, de corte edípico, más o menos cierta, y otra, más sugerente, que convierte a WeIles en el primer cineasta que es consciente de partir de un bagaje cultural, de unas bases que no sólo son cinematográficas, de técnica narrativa, sino, y sobre todo, teatrales. Shakespeare son los orígenes, ese padre temible, abusivo, que a él le gustaba tanto encarnar.

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Sin máscaras

La filmografía de WeIles se ramifica en tres grandes apartados. El primero, a pesar de las máscaras, es el más autobiográfico: Ciudadano Kane, Mister Arkadin y Sed de mal; el segundo muestra los protagonistas atrapados por un engranaje que escapa a su control: La dama de Shangai, El proceso y Fake; el tercero, el más poético y onírico, reconstrucción nostálgica pero apasionada de un mundo desaparecído en el que todo era más auténtico, desde las pasiones hasta los sinsentidos. Porque de eso trata el trabajo de WeIles sobre Shakespeare: el partir del texto como obra literaria, pero tratándolo como si fuera una crónica de la realidad.

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