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La huelga de los mineros británicos ha ocasionado 500 heridos y cuantiosas pérdidas

Soledad Gallego-Díaz

Quinientos heridos, más de 3.000 personas momentáneamente detenidas, cerca de 40.000 millones de pesetas en pérdidas, 10 debates en el Parlamento y hasta una intervención de la reina de Inglaterra expresando su preocupación por el aumento de la violencia es el balance de los 109 días de huelga de los mineros británicos, que entraron el pasado lunes en su decimoquinta semana de paro. La huelga del carbón, enconada, dura y violenta, es ya la más larga de la historia de este país desde 1926, y no parece tener posibilidades de un arreglo pacífico en las próximas semanas.

El conflicto se inició el pasado 6 de marzo, como protesta contra el plan de reestructuración del sector que ha elaborado la patronal, National Coal Board. El plan supone reducir la producción en cuatro millones de toneladas al año y la desaparición de 20.000 puestos de trabajo. La batalla, que es uno de los enfrentamientos más duros de todos los tiempos en las relaciones laborales del Reino Unido, no puede comprenderse, sin embargo, sin conocer previamente lo que supone la industria del carbón y el papel que juegan el sindicato nacional de mineros, la patronal y el Gobierno conservador de Margaret Thatcher.Los mineros dicen que el Reino Unido fue capaz de levantar un imperio gracias a ellos, y los historiadores les dan algo de razón. A principios de siglo, cerca de un millón de personas trabajaban en las minas y hoy sólo quedan 180.000 mineros. El carbón, que proporcionaba el 90% de la energía consumida en el Reino Unido, supone hoy día sólo un 35%.

El cierre de los pozos y los despidos comenzaron en los años sesenta, pero la catástrofe llegó en la década siguiente. El nuevo plan, apoyado por el Gobierno Thatcher, imprime aún una mayor velocidad en la clausura de las minas. La patronal intentó ponerlo en marcha ya en 1983, pero la primera ministra se echó para atrás en el último momento ante la amenaza de una huelga nacional. Thatcher ha sido hasta ahora extremadamente cuidadosa con los mineros, pero este año tiene por delante un nuevo mandato electoral, y se sintió lo suficientemente fuerte como para dar la luz verde. Para presidir a la patronal llamó, además, a un íntimo amigo suyo Ian MacGregor, un norteamericano de 72 años con fama de duro.

MacGregor no tenía ninguna experiencia en la industria del carbón del Reino Unido, y poco en la de Norteamérica, pero había logrado poner en marcha en aquel país un plan de reestructuración de la siderurgia. Frente a él se encuentra el presidente de la Unión Nacional de Mineros, Arthur Scargill, portavoz de la rama más dura del sindicalismo británico que ha dejado bien claro desde el primer momento su determinación a impedir la desaparición de puestos de trabajo.

No hubo, pues, ningún tipo de negociación. El encontronazo fue directo e inmediato. Algunos comentaristas calificaron la huelga de "guerra civil industrial" y anunciaron que se podía tratar del peor conflicto laboral de la historia del Reino Unido. A las 15 semanas de huelga, el conflicto se ha convertido en una batalla en la que no se vislumbra solución posible. Ya no se trata sólo de que MacGregor o Scargill den su brazo a torcer: el enfrentamiento ha traspasado esos límites, y es ahora la propia Margaret Thatcher quien se ve comprometida.

El presidente del sindicato de mineros evitó someter a referéndum la convocatoria de huelga, como exige la ley para declararla legal. El líder minero optó por un camino más retorcido, pero eficaz el Comité Ejecutivo del sindicato nacional recomendó a las uniones provinciales que se unieran al paro. El 80% de los mineros respondió al llamamiento, pero un 20% prefirió seguir trabajando. El sindicato no se preocupó, porque situaciones como esa ya se habían dado en otras ocasiones, y siempre se habían resuelto con una acción decidida y masiva de piquetes. Sin embargo, esta vez Scargill tropezó con una primera ministra decidida a mantener algunos pozos abiertos y capaz de ordenar una movilización masiva de policías para proteger a los mineros que querían trabajar (10.000 bobbys duermen y viven junto a las minas).

Al principio, los resultados de esta política parecieron satisfactorios, pero poco a poco la situación fue deteriorándose: la frustración acumulada de los mineros ha llevado a los piquetes a actuaciones más violentas, y a la policía a una represión más indiscriminada. El propio Scargill fue primero detenido y después herido en una batalla campal.

El Gobierno espera que finalmente Arthur Scargill se vea obligado a convocar el referéndum, y que lo pierda. El líder minero, por su parte, espera que el carbón empiece a escasear en la siderurgia.

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