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Reportaje:

La historia se repite diecisiete años después

Eran las 12.29 horas del 22 de noviembre de 1963. La caravana de automóviles que flanqueaba al presidente de Estados Unidos, John Fitgerald Kennedy, de 46 años, entraba por la avenida Elm, de Dallas, una de las más prósperas ciudades tejanas. En el Lincoln descapotable viajaban, además del presidente y Jaqueline, su esposa, el gobernador del Estado, John Connally.

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Arnold Rowland, uno de los agentes de seguridad que acompañaban a John F. Kennedy en el coche, fijó su vista casualmente en una de las ventanas del sexto piso de un edificio sombrío y compacto, dedicado al almacenamiento y venta de libros. Creyó ver, brillando al sol del mediodía, el punto de mira de un fusil. Pensó que se trataba de un colega encargado de vigilar desde aquella altura el lento camino del grupo de autos.De igual manera pensaron otros tres policías, Robert Edward, Ronald Fischer y Howard Brennan, también de servicio aquel día. La realidad los desmentiría más tarde. De repente sonaron unas detonaciones. El presidente Kennedy se inclinó súbitamente hacia el asiento delantero del coche descubierto que ocupaba y desde el que, en pie, correspondía con su sonrisa característica a los aplausos del público, no muy numeroso, que esperaba su paso.

Mientras el automóvil seguía su marcha, varios agentes de seguridad se abalanzaron sobre el Lincoln presidencial. El traje de la primera dama norteamericana ya estaba salpicado de sangre, el gobernador Connally, alcanzado por los disparos, respiraba con dificultad, Techinado sobre el asiento posterior; la escolta presidencial se izaba sobre el parachoques trasero del automóvil para proteger el cuerpo, ya mortalmente, herido, de John F. Kennedy.

Nadie imaginaba entonces la magnitud del suceso. Nadie sabia que en esos momentos un hombre llamado Lee Harvey Oswald bajaba a toda prisa las escaleras del compacto almacén de libros. Nadie, excepto un policía de uniforme, de apellido Tippit, que vigilaba la salida del edificio y que persiguió a Oswald hasta que éste le disparó mortalmente.

Mientras el ex marino, al que más tarde se clasificaría como cercano a ideas comunistas, buscaba refugio nerviosamente en el cine Texas de Dalias, donde más tarde sería detenido, el automóvil presidencial, guiado por dos motoristas, se dirigía a toda velocidad hacia el hospital Parkland Memorial, de Dallas, donde el cuerpo herido sería examinado por los médicos.

Muchas cosas debieron pasar en este centro sanitario, ya que los detractores de la Comisión Warren, que determinó la muerte de Kennedy por los disparos de Oswald, señalan, con notables aportes documentales, que entre la hora del examen del cuerpo del presidente en Dallas y la llegada oficial del cadáver al hospital de Bethesda, se hicieron manipulaciones suficientes en aquel cuerpo sin vida para demostrar que solamente había recibido los disparos de Oswald. Los norteamericanos, y todo el mundo con ellos, asistían absortos al espectáculo patético de una nación convulsionada por un asesinato político, cuyos móviles aparecían a cada momento más confusos. Aún, no estaban repuestos del impacto inicial, no habían asimilado las imágenes trágicas de la familia Kennedy asistiendo a las honras fúnebres del presidente asesinado y de las ceremonias del traspaso del poder a Lyndon B. Johnson, cuando asistieron nuevamente, estupefactos, al espectáculo televisado del asesínato de Lee H. Oswald, a manos de un mafioso de Dallas, Jack Ruby, en las mismas dependencias de la policía de Dalias.

Desde aquel día, muchas son las preguntas hechas acerca de los verdaderos orígenes y circunstancial de la muerte de Kennedy. Pocas son las personas que creen en la objetividad del informe Warren, y más extendida está cada día la versión de que el asesinato se debió a conspiración perfectamente organízada.

Jack Andergon, uno de los periodistas más prestigiosos de Estados Unidos, se unió, en abril de 1977, a los que sustentaban esta versión. Según Anderson, el Congreso norteamericano elaboró un infórme en el que se aseguraba que la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Oficina Federal de Investigación (FBI) ocultaron pruebas vitales para e¡ esclarecimiento delásesinato de Kennedy.

Documentos secretos

Anderson reveló que la C IA poseía 69 documentos secretos sobre Lee H. Oswald, de los que únicamente entregó 46 a la comisión Warren, y que, de forma paralela, escamoteó detalles que pudieran sugerir la posible ímplicación del primer ministro cubano, Fidel Castro, en la conspiración.

El informe periodístico de Anderson reveló que, en la misma época en que se produjo el magnícidio de Dalias se fraguiaba, en círculos anticastristas de Florida, el asesinato de Castro. En más de una ocasión, durante las investigaciones realizadas por la comisión Warren se ligó a Oswald con aquellos círculos.

Otros testimonios aseguraron la existencia de una antigua relación entre el asesino de Kennedy y su posterior verdugo, Jack Ruby. Según aquéllos, Oswald visitó a Ruby (cuya misteriosa muerte en prisión, achacada oficialmente a un cáncer, también está sin aclarar definitivamente) en el night-club del último, dos semanas antes del asesinato.

La comisión Warren discutió en una sesión a puerta cerrada, celebrada a finales de 1974, el resultado de varios informes que aseguraban la pertenencia de Oswald a la FBI, del que cobraba, como informador, un sueldo de doscientos dólares mensuales (14.000 pesetas de entonces).

Hoy casi nadie duda de que el asesinato de John F. Kennedy fue el último eslabón de un complejo y organizado compló. Un proceso similar se producirá, sin duda alguna, a partir de ahora, para explicar el atentado sufrido por Ronald Reagan.

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