Los Juegos Olímpicos salieron vivos de Moscú
Los juegos Olímpicos salieron vivos de Moscú. Quienes vaticinaron su muerte han cometido un tremendo error. El movimiento olímpico, por su universalismo, tiene capacidad de reacción suficiente para remontar situaciones adversas, como la que, se produjo con anterioridad a los juegos moscovitas. El deporte, que es en definitiva el único y auténtico protagonista de los Juegos Olímpicos, ha tenido exactamente el mismo progreso que en Montreal, hace cuatro años. Los atletas superaron, en el total de las disciplinas, 36 récords mundiales y 74 olímpicos. Las grandes ausencias no impidieron el progreso de los presentes.
A lord Killanin y Juan Antonio Samaranch deberían dedicarles las autoridades soviéticas algunos de los recintos deportivos en los que se celebraron los Juegos. Gracias a los dos, y fundamentalmente, al hasta ayer presidente, se salvó la celebración moscovita. Lord Killanin no luchó hasta el último round por los intereses soviéticos, sino por los intereses de la juventud mundial, a la que, privar de los Juegos, sería restarle uno de los valores de mayor credibilidad.En los últimos meses, con motivo del boicoteo, se especuló con la posibilidad de suprimir banderas e himnos nacionales, pero tengo para mí, que tal medida sí podría suponer, a estas alturas, un grave deterioro. En Moscú hubo protesta casi unánime de los atletas premiados, cuyos países acudieron sin emblemas oficiales, por no haber oído el himno de su país en la ceremonia de recepción de medallas. El pasado sábado, en el recinto del boxeo, we vio una de las imágenes más emotivas de todos los torneos. Un italiano, de Nápoles, Patrizio Oliva, se proclamó campeón. Hacía dieciséis años, desde que Atzori y Pinto fueron campeones en Tokio, que ningún italiano recibía oro en boxeo. Patrizio, que tiene fama de gran muchacho, en el momento en que subían las banderas a los mástiles y sonaba el himno olímpico, levantó la vista y comenzó a llorar. La emoción de Patrizio Oliva fue comprendida por sus compatriotas presentes. El boxeador miraba la bandera olímpica con gran pena. Le faltaba la suya. Le faltaban los sones de la marcheta nacional.
Los atletas que se cobijaron bajo la enseña de los cinco aros sintieron una rabia inmensa. Todos ellos sintieron como si alguien les hubiese robado parte del premio. El sentimiento colectivo de quienes se sintieron marginados existió y hubo incluso espectadores, como los ingleses, que no resistieron la tentación de cantar su himno, quizá con más orgullo que nunca.
Los Juegos permanecerán y lo harán con el protocolo actual. Por lo visto aquí la situación es irremediable. Separar a los deportistas del contexto político que les es propio resulta imposible. Debajo de todos los ideales olímpicos hay sentimientos patrióticos que no queda más remedio que aceptar. Ahora mismo, en Moscú, los españoles fijaron su atención en la clasificación medallera. Si en Munich hubo alemanes que sumaron las medallas de las dos Alemanias para proclamar su superioridad, en Moscú la satisfacción de muchos españoles fue comprobar cómo se alcanzó el decimosexto lugar de la suma final.
El olimpismo está vivo, entre otras cosas, porque, a su vitalidad cada vez mayor, van a contribuir una serie de países con los que hasta la fecha no se contaba. España, por ejemplo, ha ascendido a lo que podríamos denominar la segunda división olímpica. En la primera está ya Cuba, que servirá de gran revulsivo al mundo latinoamericano. El mundo africano ofrece una mayor presencia cada vez y su ascensión es irremediable. Africa y Asia son una reserva de un potencial incalculable. Hasta ahora solamente llegaron grandes fondistas, tradición que se mantiene, pero, por vez primera, comenzaron a aflorar deportistas de gran futuro, en especialidades para las cuales no se les suponía valor alguno. Todavía en Moscú se vieron atletas desperdigados por la pista al no poder resistir el natural empuje de los demás, pero, junto a las figuras excepcionales, comienza a verse hombres cuya semilla no tardará en fructificar.
Para España, los Juegos de Moscú han sido los de la esperanza. Salvo las excepciones de rigor, esta vez no puede afirmarse que se fuera a hacer el ridículo o a aprender. De cualquier manera, para el futuro, y en evitación de esas excepciones, habrá que tomar serias medidas para que el desmesurado optimismo de algunos federativos no cause algún sonrojo. A los Juegos Olímpicos no se puede asistir con el único propósito de vencer, pero sí es exigible que se sepa estar dentro de un nivel distinguido.
Después de grandes decepciones, nos hemos topado con atletas cuyo porvenir es halagüeño. La mayoría de los participantes en Moscú tiene la juventud necesaria para llegar a Los Angeles en condiciones favorables. No sólo para repetir lo aquí realizado, sino incluso para mejorarlo.
Los Juegos de Moscú no fueron la Spartakiada soñada desde Estados Unidos. Treinta y seis deportistas superaron récords mundiales, y algunos de ellos, de un valor excepcional. Los grandes temores respecto a la posible revancha de los países socialistas en Los Angeles, según se desprende de la actitud observada por los responsables del deporte de los países del este de Europa, no se producirá. Los soviéticos, a quienes no pasó inadvertida la actitud de boicoteo de unos o las reticencias de otros, se han marcado una meta: arrasar deportivamente en Los Angeles. Es la respuesta de quienes encajaron el golpe. Dentro de cuatro años, con toda seguridad, veremos, en lo deportive, el mayor espectáculo jamás conocido.
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