"Mujercitas", un cuento de Navidad
Hoy se emite, en el espacio Grandes relatos, el segundo capítulo de la reciente adaptación para la televisión de Mujercitas, la novela de Louise May Alcott. Una novela, la primera de la saga, con la que su autora, siguiendo la educación sentimental de unas jovencísimas hermanas en la nueva Inglaterra del siglo XIX, daba paso al tiempo hasta cerrar sus vidas, reflejaba la sociedad de su época, de una manera quizá tópicamente femenina, y sembró de sueños y de cierto almibarado y a ratos agrio modo de ver el mundo, la sentimentalidad de millones de jovencitas durante todo un siglo.Jo March -que en esta versión está siendo encarnada por Jessica Harper- es la escritora que de alguna manera protagoniza y cuenta la novela. Ahora, en la historia que se nos narra estos tres días, está naciendo desde el recuerdo a su vocación de escritora y, al mismo tiempo, a la vida adulta, marcada por las dificultades económicas, por la guerra civil, por las relaciones con sus hermanas. Si en la memoria de todos los telespectadores está presente aquella primera versión cinematográfica de George Cukor, en que Jo era Katherine Hepburn, esta vez, las tres horas largas de la serie permiten una versión más detallada. Más cercana al libro. Meg, la más romántica, la que se casa con John Brooke -profesor tutor de sus vecinos- está interpretada por Susan Walden, y Ann Dussemberri hace Amy. Las tres, y la desaparecida Beth, forman el grupo de hermanas que van a cambiar, a encontrarse, entre otras cosas, con la muerte.
La novela de Louise May Alcott debe su éxito indudable al mecanismo de identificación que despierta en las jóvenes, en el momento del cambio de la adolescencia. Estas niñas buenas, esta mamá comprensiva, que al mismo tiempo tienen problemas y pueden resultar traviesas y malhumoradas -tampoco pertenecen al reino de las hadas- se parecen tanto a la imagen que la quinceañera tiene de sí misma, y de lo que debe ser su familia... Abren el campo a los sueños; permiten, de algún modo, poner en su lugar los éxitos y los fracasos; transmiten de alguna manera una escala de valores en que prima la convivencia y la solidaridad, pero también los buenos sentimientos en general. Y, sobre todo, hay la legitimidad del sufrimiento adolescente, unas veces con toda la razón del mundo (de los adultos), otras por «simples tonterías».
A Mujercitas se le critica, seguramente con razón, el que vehiculiza la noción burguesa de familia, ese núcleo absorbente y fundamentalmente egoísta, en el que se crían en cultivo las nociones de igualdad y diferencia, de propiedad y de autoridad, de moral y de pecado. La de la familia misma como modo de organización de una sociedad que ya está caduca. Y es cierto: valores y contravalores funcionan aquí sin moverse de la nueva Inglaterra decimonónica, sin poner en crisis -salvo en algunas tentaciones de las más decididas de las hermanas- la razón de ser de, la familia, que, en todo caso, aparece como el núcleo del cariño... Tampoco se plantea el cambio del papel de la mujer: el de seguir nucleando, naturalmente, la familia, aunque se apunten posibilidades profesionales. Y por último, también puede criticarse a esta historia su modo de comunicar todo esto: disfrazado de percepción sicológica, disfrazado de lección moral y, finalmente, de historia cotidiana, real como la vida misma. Pues bien, con eso y con todo, ahí está esa historia que roza el melodrama, un punto para las lágrimas y otro para las risas, ocupando un espacio en esta temporada de pausa, supuestamente propicia a los sentimientos dulces, que es la Navidad. Por que, finalmente, en Televisión Española siempre se han dado casi infaliblemente cada año, las distintas versiones de Mujercitas como un cuento de Navidad. Eso que ya va siendo, con mejor o peor fortuna, un género.
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